Registrado: 09 Ene 2013 19:15 Mensajes: 1418
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LA CASA DEL MISTERIO Érase una vez una niña a la que le gustaba ir a la escuela, jugar con sus amigas al veo o veo, al tres en raya, a las casitas de muñecas. Y hasta de vez en cuando contar historias que, sin saber cómo, llenaban su cabecita de cosas bellas, o tristes, para las que no tenía explicación. Ella sabía que las niñas la escuchaban por no hacerle un feo. ¿Eran historias de verdad, o mentirijillas para hacerse notar? Claro que las verdaderas historias venían en los libros. Como los tebeos. El pobre rompetechos, siempre a trompicones, no veía una torta. El hambriento Carpanta, las travesuras de Zipi y Zape, las hermanas Gilda... Sin duda fueron las dos hermanas las primeras en no gustarle a la niña. Más adelante se disgustó cuando la zorra se comió a la gallina y a sus polluelos. Qué pena, sintió al leer tal barbarie. En castigo el lobo se zampó de una atacada a la zorra y se quedó como si nunca hubiera roto un plato. Estas historias la ponían muy triste; mejor dejarlas a un lado. Fue entonces cuando comenzó a disfrutar de otras lecturas; como las fábulas: “cuentan de un sabio que un día tan pobre y mísero…” ” “Subió la mona a un nogal y” “La zorra, ante la imposibilidad de alcanzar las uvas, dijo la muy picarona: “!No las quiero! ¡No están maduras! Je, je. Está muy feo mentir, señora zorra. Y así pasó un tiempo hasta que su mamá comenzó a mandarle pequeños recados; como ir a por el pan, comprar un poquito de café, que la tendera envolvía en papel de estraza, o cacao para los desayunos. Hasta que de pronto, extraños rumores comenzaron a expandirse en el pueblo. Los mayores cuchicheaban en voz baja. Los niños no lo entenderían y mucho menos la niña que había nacido preguntona. Pero los cotilleos no cesaban y la niña decidió que ella tenía derecho a saber el misterio que encerraba tanto misterio. Sí que parecía grave, sí. Y, para colmo, cuando su mamá la enviaba a los recados, tenía que pasar por delante de la que dio en llamar: “LA CASA DEL MISTERIO”. Dicha casa estaba al borde del camino por el que la niña tenía que pasar cada día que iba a la compra. Con el alma en vilo fingía descansar justo al otro lado, posaba la espuerta en el suelo sujetándola con los pies para que no se entornara. La casa era como cualquiera otra casa del pueblo: dos plantas, ventanas un poco alargadas y no demasiado grandes, protegidas por contraventanas de madera, siempre cerradas a cal y canto. En la parte de abajo, una ventana a cada lado de una puerta, también de madera. En ese momento, recuerda la niña, estaba entreabierta y una señora vestida de negro se afanaba en limpiar las madreñas, acto seguido las dejó en las escaleras de piedra que separaba la puerta y, sin mirar ni aún lado ni a otro, entró cerrando la puerta tras de ella. La niña no perdió detalle y así se lo dijo a su mamá: la mujer va vestida de negro, el pañuelo en la cabeza también es negro. —Viste de negro porque ha muerto su esposo. Debieras saber que todas las viudas visten de negro, no sé de qué te preocupas, respondió mamá. —Parece triste. ¿No tiene hijos? Mamá, sentada en un banco de madera me indicó que me sentara a su lado. —No callarás hasta que no sepas lo que pasó; por otro lado, es voz populi. —¿Voz qué…? —La Señora, como todos en el pueblo la llamaba, tenía un hijo… — ¿Llamaba…? Mamá se encogió de hombros, acarició mi frente y continuó: —Desde que pasó lo que pasó, la pobre mujer se encerró en sí misma y no quiere hablar con nadie. A mí bien me gustaría darle ánimos, hacerle compañía, dijo mamá. —¿Murió su hijo? ¿Está sola en el mundo? —Pues, no, pero, para el caso, como si hubiera muerto, añadió mamá. —¿Se marchó muy lejos? ¿Se olvidó de su madre?, pregunté alarmada. —Las malas lenguas dicen que el joven está más cerca de lo que algunos creen, respondió mamá, mientras noté que titubeaba, sacó el pañuelo y restregó los ojos. —¿Qué le pasó al hijo de la Señora, mamá? Tienes que contármelo. —Esto es engorroso de explicar, dijo mamá. No tienes edad para entender ciertas cosas. Eso no es verdad, dije. Verás cómo pongo atención y entiendo toda la historia. —Está bien, está bien. Pero recuerda que, aunque casi todos en el pueblo están de vuelta de saber lo acontecido, no digas ni mu, es un secreto. Prometí a mamá no decir ni mu, aunque ya fuera un secreto a voces. —Al hijo de esta buena mujer lo desterró el cura; le prohibió vivir en su casa ni acercarse al pueblo. Cuentan las malas lenguas que algunas noches vuelve para ver a su madre, ella le da lo que puede para que el muchacho no pase hambre, duerme unas horas en su cama y de madrugada huye como alma que lleva el diablo, teme que algún malnacido le denuncie, añadió mamá restregando los ojos. La niña se alarmó en gordo. Ahora entendía tanto cotilleo vecinal. Las ventanas de aquella casa, siempre cerradas, lo triste que parecía la Señora. Desde ese día, la niña imaginó lo inimaginable. Para que un cura destierre de su casa y de su pueblo a un chico, tiene que ser por algo gravísimo. Quizá al joven, en vez de orejas le crecieran unos cuernos tremebundos, o en vez de manos, le crecieran colmillos, como de jabalí, o garras de tigre rabioso. A saber si era de esos que llaman “chupasangre” que les gusta la sangre de los niños. ¿Cómo si no lo iba a desterrar el cura? ¿Hasta qué punto el joven era peligroso…? Pero el chico venía a escondidas a ver a su mamá, eso le gustaba a la niña, a la vez que le entristecía que el muchacho, por muy “raro” que fuera, tuviera que andar de aquella guisa.
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La niña nunca supo cuándo ni cómo el joven desapareció de los cotilleos vecinales y del pueblo. Los años fueron pasando en un voleo. La niña dejó de ser niña y se trasladó a vivir a una pequeña Ciudad de provincia. Debió de ser casualidad cuando, en el trabajo, coincidió con alguien que había sido de su pueblo. Y ese alguien recordaba, sin error a equívocos, lo que había sido del joven desterrado: —El hombre estaba mayor y malvivía de lo que quisieran darle los que regentaban pequeños puestos de pescado. Trasportaba los encargos en una carretilla, su única posesión. La entonces niña, ahora mujer, no se pudo contener. En varias ocasiones se detuvo cerca de aquella plaza en busca de un hombre que trasportaba recados en una vieja carretilla. Hasta que…Allí estaba descansando de sus fatigas. La espalda doblada hacía adelante, las manos como sujetando la frente. No percibo ningún signo de deformidad, ni en vez de manos le hubieran crecido garras ni tremebundas orejas o afilados dientes. Era un hombre solo, triste, apagado, diría que vencido sin otra herramienta para ganarse el sustento que su maltrecha carretilla. La entonces niña, ahora mujer, fue cobarde al no atreverse a acercarse a él y preguntar si necesitaba ayuda, si había vuelto al pueblo… Claro que aquel hombre no la conocía ni ella lo había visto en su vida. Sólo el nauseabundo cotilleo y el nefasto destierro del que el joven había sido objeto.
No mucho después, la noticia corrió como reguero de pólvora. Unos bárbaros habían tirado a la ría, junto a su vieja carretilla, a un pobre hombre. Que se supiera, jamás había molestado a nadie ni había hecho daño a nadie. Malvivía de su trabajo de recadero. Eso era todo. Pero, la ahora mujer, que había nacido preguntona, sabía que, “eso no era todo”. Este hombre, en su juventud, había sido apartado de su madre y desterrado de su pueblo por atreverse a dar un paso al frente. Un peligro para la llamada “sociedad”. Un mal ejemplo a desterrar. ¡Qué desfachatez! Un joven que en apariencia prometía ser un buen chico, había salido homosexual.
La entonces niña, a día de hoy viejecita, ante los infaustos recuerdos que nunca han tenido razón de ser, aun siente escalofríos.
Última edición por luisa-sabel el 14 May 2017 00:13, editado 5 veces en total
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