Una mañana en la que Julia sacudía la alfombra en la puerta del jardín, Víctor cruzó la calle desviándose de su camino hacia el Ayuntamiento. El calor comenzaba a sofocar y a Julia, el sudor y el pelo sujeto en una trenza medio deshilachada, la hacían apetecible. Eso pensó Víctor mientras hablaban de trivialidades: ha florecido el jazmín, debo pagar la multa del coche, hice un café…. Y el olor llegaba a la nariz que se ensanchaba golosa para respirarlo.
—¿Te apetece una taza? —dijo Julia.
Al hombre le apetecía, como le apetecía la carne sudorosa de la cocinera, su boca entreabierta y su pelo despeinado, pero solo entró a beber café.
Julia lo condujo a la cocina. Las persianas estaban cerradas y había una penumbra íntima y erótica, o quizá la llevaban los dos en su actitud, y la cocina solo estaba limpia y en claroscuro.
El placer esperaba, escondido trás una taza de café, a que terminasen las formalidades.
Los primeros sorbos trajeron miradas.
Los siguientes, roces.
Cuando quedaron los posos, con el pretexto de llevar los cacharros sucios al fregadero, el deseo salió de su escondite y los dos se tejieron como si les hubiese estallado en manos y cuerpo: incontrolable. Tuvieron el tiempo justo. Después, hubo calma y felicidad, una felicidad que ninguno había sentido desde hacía mucho tiempo; la que les hacía mirarse a los ojos, olerse, tocarse. Como si se hubieran convertido uno en el otro
Al terminar, la realidad apareció y —aunque siguieran largo rato las tiernas palabras y las piernas temblando, como si continuase la electricidad en la carne, sacudiéndola una y otra vez— se despidieron.
Víctor, con Julia llenándolo, volvió con su esposa.
Ella, llena de Víctor, esperó a su marido fregando los platos.