El juego de rol
La música cesó por un momento para dejar paso a una sonería westminster que anunció las cuatro de la madrugada. Inmediatamente, las notas de Last dance, de Donna Summer, irrumpieron en la pequeña sala de baile. Era el ritual de cierre de todos los días, la señal de salida para una ceremonia que se repetía cada noche: unas pocas parejas saltaron a la pista, como enloquecidas por apurar hasta el último minuto, los camareros se lanzaron a recoger los vasos esparcidos por todas partes, la mayoría de clientes se dirigió hacia la puerta y los dos guardias de seguridad comenzaron su última ronda. Encendí un cigarrillo, a pesar de la prohibición; ya iban a echarnos, de todos modos... Los guardias no se molestaron en decirme nada; sabían que después de encenderlo pagaría la cuenta, me pondría la chaqueta y saldría a la calle; era una rutina.
El aire fresco de la noche despejó mis ideas, que desde hacía rato flotaban en los cinco o seis cubalibres que había tomado. Hasta poco antes yo solía beber whisky, pero prefiero no mezclarlo con refrescos y solo, lo bebo demasiado rápido. Por otra parte, aunque jamás tomo café, me agrada la lucidez que produce la cafeína. ¿O será el alcohol? Sí, seguramente es el alcohol y la cafeína solo evita el sueño.
Regresar a casa caminando, sin prisa, es el mejor momento. Cuando era joven la noche me sabía a poco, siempre buscaba algún bar que cerrase más tarde o que abriese muy temprano. No sabía decir: “¡Basta!”. Pero ya aprendí a frenar en el punto exacto, ni más ni menos. El punto en el que mi cerebro se convierte en un caleidoscopio de pensamientos y sensaciones.
Paseando, llegué al parque frente a la estación de autobuses, a esas horas cerrada. Durante el día era un lugar muy concurrido. El recinto infantil solía estar repleto de pequeños, vigilados de cerca por sus madres. Los senderos se convertían en pistas de atletismo para personas de todas las edades, aunque era más fácil ver a los mayores acomodados en los largos bancos de madera, tomando el sol y leyendo la prensa. Por la noche el lugar quedaba desierto, poco iluminado y adquiría un aire que cualquiera hubiese podido encontrar siniestro. Eran esos los momentos en los que el parque me parecía acogedor e interesante.
Después de atravesar la plazoleta que da acceso desde la calle principal, entré en la zona arbolada, donde solo la luz mortecina de alguna farola de tanto en tanto permitia ver dónde pisaba. Ese recorrido, además de resultar agradable, acortaba el camino en unos diez minutos. Para ser un parque urbano era bastante grande y en su núcleo más agreste se tenía la sensación de estar en medio de la naturaleza. Quienes conocen esta costumbre no dejan de desaconsejármela. Que es un sitio solitario y peligroso, dicen. Me parece absurdo: si es solitario, ¿cómo podría ser peligroso? Los malvados no van donde no hay nadie. Tampoco hay fieras, ni simas ocultas. Es solo un lugar tranquilo, en el centro de la ciudad, en la noche.
Llevaba un rato avanzando por el sendero cuando un ruido cercano me puso en alerta. Quizá el crujido de una rama seca bajo el peso de algún animal, o movida por la brisa. Aunque había decenas de explicaciones posibles, corrientes y nada alarmantes, presentí algo anormal. Paré unos instantes a escuchar con atención pero solo percibí el silencio alrededor y el lejano rumor de los vehículos que circulaban por las calles periféricas al parque. Estaba a punto de seguir andando cuando una voz me sobresaltó:
—Señor, ¿le pasa algo? No se asuste —dijo alguien desde la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? Venga donde pueda verle... —Yo estaba desconcertado.
—Ahora salgo, señor. Aguarde...
Muy despacio, una silueta avanzó desde la profundidad del bosquecillo. Cuando pude observarlo mejor vi que se trataba de un joven de unos veinte años con aspecto enclenque y desarrapado. Con paso inseguro se fue acercando mientras hablaba:
—Por aquí pasa muy poca gente a estas horas, usted es la primera persona que veo en toda la noche...
—¿Qué haces aquí, solo? —pregunté.
—Bueno, en realidad no tiene... —Un teléfono móvil empezó a sonar—. Disculpe, señor, he de responder... ¿Si?... Sí, ya lo tengo, pensaba que sería inútil pero al final ha habido suerte... Vale, seguimos el plan. Tú, ¿qué tal?... Bien.... Bien.... Dentro de una hora, okey... Lo siento, señor, era un amigo —añadió, sonriendo de un modo estúpido—. ¿Decía...?
—Que es extraño que estés aquí solo, a estas horas —expliqué con impaciencia.
—Ah, sí. No tiene importancia. Es solo un juego. Un juego en el parque, no hay nada más normal —Lanzó una carcajada por su ocurrencia. A aquel joven le faltaba algún tornillo, pensé.
—¿A qué juegas? —indagué, aunque poco me importaba.
—¿Sabe lo que es un juego de rol? A eso juego, señor.
—¿Y en qué consiste ese juego?
—Dentro de una hora he de reunirme con otros cuatro jugadores. Cada uno tiene que llevar algo elegido al azar, algo concreto…
—¿Y qué tienes que llevar tú?
—Veo que le gusta hacer preguntas, señor, eso está bien. He de llevar un dedo. Concretamente el dedo pulgar de una mano derecha.
Se quedó mirándome con ojos vidriosos. Aquel chico no estaba en sus cabales, seguro que se encontraba bajo los efectos de algún alucinógeno. Aunque no era más que un chalado, la situación no dejaba de inquietarme. De pronto el muchacho sacó del cinto un cuchillo de grandes dimensiones y empezó a hurgarse las uñas con él, distraídamente.
—Mira, chico, no quiero hacerte daño... —Yo era mucho más robusto que él.
—Oh no, señor, no tiene nada que temer del cuchillo —Y soltó otra de sus risitas —. Es la pistola lo que debe preocuparle…
Del bolsillo de su chaqueta sacó uno de esos juguetes de plástico que disparan agua. Ya no tuve duda de que se trataba de un pirado. Estaba a punto de seguir mi camino cuando apretó el artilugio y un chorro de líquido empapó la parte superior de mi camisa. No era agua; un penetrante olor me sofocó casi al instante. Conteniendo la respiración todo lo que pude, conseguí quitarme la chaqueta mientras el joven se acercaba lentamente con el cuchillo en la mano. Por unos segundos me vi perdido; ya no podía aguantar más y aquellos vapores me afixiaban cuando, de súbito, empezó a soplar un fuerte viento que trajo aire fresco a mis pulmones, apartando las emanaciones que aún desprendía la camisa. Aspiré hondo varias veces. El muchacho, sin darse cuenta de mi recuperación, seguía acercándose a lo que él creía una presa segura. Pero en un instante me arranqué la camisa, giré hacia él y reuní fuerzas para lanzar un tremendo puntapié entre sus piernas.
Cayó al suelo sin un gemido, retorciéndose de dolor. De otra patada aparté el cuchillo de su mano. Sentí alivio; solo quería volver a casa, tomar una ducha y dormir. Ya había caminado unos metros alejándome del lugar cuando, rotundas como un rayo, unas palabras retumbaron en mis oídos:
"Quien es misericordioso con el hombre cruel es cruel con el hombre misericordioso".
Arrastrándose alrededor, aparecieron decenas de hombres, mujeres y niños mutilados y lívidos como espectros, que extendían sus brazos en dirección a mí rogando lastimosamente: "Sálvanos, sálvanos...". Cerré los ojos unos segundos y la visión desapareció. Volví al lugar, recogí el cuchillo que había quedado en el suelo y atravesé con él la garganta de aquel monstruo. Después le corté el dedo pulgar de la mano derecha y lo introduje en un bolsillo de su pantalón. Seguro que alguien recibiría ese mensaje. Sentado en el suelo, intenté fumar un cigarrillo que los pulmones, aún irritados por el efecto del gas, rechazaron. Juzgué una ironía que después de tanto tiempo buscando a Dios, hubiese encontrado al Diablo. O quizá a los dos a la vez. Pasados unos minutos me sentí mejor y proseguí mi camino, mientras las estrellas, a millones de años luz, titilaban sobre la ciudad en la noche oscura.
© Fernando Hidalgo Cutillas 2011
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Saludos desde Barcelona - España.