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Las dos Elenas de Octavio[/centrar]
[justificar] Amaneció este día tan abruptamente que las pocas horas de sueño se diluyeron en minutos y estos en segundos. Sin embargo, el reloj del buró marcaba las 8:17 de la mañana de un sábado cualquiera. Sentía una terrible resaca, tenía la boca pastosa y un horrible sabor que, sin poder evitarlo, tragaba cada vez que hacía el intento de pasar saliva; una saliva agria. El alcohol ingerido trastornaba ahora su cuerpo. La cabeza le daba vueltas, se mareaba con solo alzarla. Los ojos le ardían como cerillas encendidas. Apoyó su frente en la mano blanca, conteniendo el aliento e inspiró profundamente. A punto estuvo de vomitar hasta los pulmones.
Así encontró el día nuevo a Elena. Alguien se movió a unos centímetros de ella. Alargó su blanca mano y acaricio el cuerpo aún dormido de su querido Octavio. Aspiró, sin hacer ruido, el perfume que despedía el pecho de su marido. Eso la ayudó a suavizar los indicios del exceso del día anterior. Acarició con suavidad la espalda fornida, velluda y tibia de aquel a quien amaba con loco delirio.
Acercó un cigarro mentolado —siempre mentolados—; el humo aspirado le produjo una segunda sensación de desahogo. Seguridad. Tenía seguridad del amor de Octavio.
El tiempo en el reloj alternaba estas ideas conforme avanzaba. Definitivamente, dado su deplorable estado, no irían a trabajar, ni ella ni él. ¡Qué importaba si la galería que ella atendía hoy no abría sus puertas! ¿A quién le importaría que sus empleados se quedaran en la calle esperándola inútilmente? No iría y sanseacabó. ¿Y a Octavio? Su Octavio. Que se vayan al infierno sus editores; no acudiría a la promoción de ese libro nuevo que un amigo suyo presentaría con su anuencia.
Cerró los ojos, movió la cabeza en aprobación, mesó su cabellera rubia, ausente de cabellos blancos a pesar de los añitos, que se juntaban cada vez más. Octavio tampoco era ya el novel escritor que frecuentaba los muchos hoyos seudoculturales de la ciudad. ¡Qué decir de los tan famosos cafés de artistas, donde la bohemia se mezclaba con la poesía y las historias chuscas de quien las contaba!
A esos lugares y a tantos otros siempre iban, invariablemente, Elena y Octavio, y permanecían días enteros entre cigarros y alcohol, sin dejar de hablar, sin dejar de fumar y tomar. La vida trascurría divertida para los dos.
—Este muchachito algún día llegara a ser un importante personaje de nuestra sociedad —vaticinó la tía abuela. Por su parte, a la señorita Elena esas cosas no la atañían; se divertía como toda chica de su clase.
Una bocanada más y el mentolado se acabó. Como una bailarina de ballet, se contorsionaba para alcanzar con sus labios el ombligo de su amantísimo marido.
A todo aquel que le preguntaba la manera en que Octavio la enamoró, contestaba repetidamente: Flores blancas y poemas. Decía él que las arrancaba del jardín de su madre, sin que ella se diera cuenta. Contaba con un excelente sentido del humor, a veces travieso, a veces perverso.
Ella, una chica de sociedad, quedó seducida por las flores y los poemas del joven Octavio, cuando cursaron la universidad. En ningún momento él le preguntó si deseaba ser su novia, simplemente se los veía juntos casi todo el tiempo, compartiendo juegos y planes. Así fue incluso cuando se casaron, no hubo el clásico consentimiento por parte de la mujer. Casi sin darse cuenta, una buena tarde se quedó a vivir en la casa de ella. Aún hoy en día siguen en la casa de Cuernavaca, que era de la tía abuela. Venía a visitarla solo ocasionalmente, por los muchos compromisos de Octavio que lo ausentaban por meses de la casa y la vida de su mujer.
Ella realmente no tenía nada suyo; todo, pertenencias, títulos y su vida misma, pertenecía a su adorado Octavio. Juntos conocieron medio mundo, Tokio, Paris, Madrid, Copenhague, Buenos Aires, Nueva York, Nueva Delhi...
El dinero circulaba a raudales, la herencia paterna se despilfarró. En ocasiones, los gastos corrían por cuenta del erario público, pues en su calidad de funcionario cultural de Francia disponía de grandes sumas que usaba, según él, para gastos de representación.
Un día terminaron de viajar juntos. Regresaron a México desde Europa con el pretexto de la débil salud de ella, afectada por el frío recurrente de allá. El médico recomendó para ella el clima templado de acá. La ciudad elegida fue Cuernavaca, en la quinta de la tía abuela que tanto apreciaba a su sobrino político. Para que ella no se aburriera, abrió una galería donde expondrían los pintores noveles y, en ocasiones, se efectuaban pequeñas tertulias. Nunca, nunca, su esposo estuvo en ninguna. Llamaba a su generación, la ultima, gloriosa y excelsa. Lo demás eran poetillas de barrio o
juniors que jugaban a hacer canciones de
kinder: "Mamá, soy Paquito, ya no haré travesuras", y cosas así. Detestaba Octavio todo eso, Elena lo conocía muy bien. Nunca le reprochó nada, ni sus ausencias, ni sus pocas atenciones para con ella. Se limitaba a prodigarle su más tierno amor.
Desde que llegó a la ciudad de la eterna primavera, se acompañaba de sus historias y de sus gatos; gatos que bautizo con los nombres de poetas muertos: Pablo, Nigromante, Mario, Nicolás, Federico, Jaime, Julio, Rubén, Guillermo, Konstatino... Pero ninguno se llamaba Octavio; primero porque aún no murió, y segundo, Octavio, su más grande amor, no se podía comparar con el de sus mascotas.
¿Qué momento sería el más grande en la vida de Octavio? ¿Cuando se casaron? ¿Cuando le dieron ese primer reconocimiento en España? ¿Cuando estuvo de agregado cultural en Francia? ¿O cuando nació la única hija de ambos?
Deseaban que fuera mujer. Las niñas, indicaba, son cariñosas, sensibles por naturaleza. Musas de la creación natural. Además, admiraba en la mujer su inteligencia y la capacidad ante el dolor y el infortunio.
Nunca pensó qué hubiera sido de ella y su retoño si en vez de mujercita fuera hombrecito; él los juzgaba chillones, escandalosos, mustios y cobardes, plaga de viles cucarachas que todo lo infestan. Todo reducen a muerte y oprobio.
Cuando la feliz noticia llego a París, Octavio abordó el primer vuelo hacia México para conocer a su primogénita. Nada le importó abandonar sus compromisos oficiales y hacer de lado su investidura como agregado de la embajada de Francia. Nada más por el nacimiento de su hija. Ese gesto tan paternal no pasó desapercibido; el Presidente de inmediato lo separo de tan privilegiada estancia. Años después confesó que, al ser notificado de su remoción, exclamó: "Ya estaba harto de esa ramera parisina en que se ha convertido la ciudad de Víctor Hugo".
De pronto un país oriental hizo su aparición: La India. Allí fue confinado, dado su pasado izquierdista. Pero, para no levantar ánimos encontrados, se le confirió el excelentísimo carácter de embajador. Llevo consigo a su hija y, por un tiempo, a su mujer. Su hija se convirtió en el centro del mundo; la mayor producción de su obra fue en esos años, mientras su hija crecía. El tiempo pareció acelerar su paso desde ese instante, pues la niña pronto se convirtió en una señorita distinguida, elegante y educada. Papá Octavio la mostraba orgulloso en las fiestas de la embajada, ante el servicio exterior, inflaba el pecho y todos coincidían en que, en efecto, la nena era una promesa inequívoca para continuar la obra del progenitor.
Ante eso Elena se sentía abrumada, desplazada de la vida de su gran amor; abandonada en su casa de Cuernavaca. Sumida en la soledad de los laberintos se negaba a ver más allá de lo evidente. La galería, los gatos, el recuerdo grato de las correrías vividas junto a su marido, cuando eran jóvenes. ¿Jóvenes?
Elena, tiene que aceptarlo, es cada vez más vieja. Las arrugas cruzan con ironía su rostro fino; las manos, surcadas por las hondonadas de los años, eran afiladas garras blancas. Los dientes, manchados de sarro; tanto mentolado se pega hasta en las conciencias más rebeldes.
¡No! Elena era joven, bonita, preciosa, inteligente y viva; no habitaba en el cuerpo de esta Elena cada vez más enmohecida, con más delgados huesos, con más dolores de parto por las mañanas. Si tan solo hubieran envejecido juntos, si tan solo Octavio no fuera tan vanidoso y gustara de la vida corriente, hogareña y benigna... Pero eso no fue posible.
El resuello de otro cuerpo la sustrajo por un momento de sus abstractos pensamientos. Opuesto a ella, al otro lado de la mullida cama, dormía apacible la otra Elena, la hija de su Octavio; su hija misma. Desnuda, serena. De golpe le vino a la mente la noche anterior.
Solo de esta forma absurda acallo los celos y la pesadumbre que la aplastaban, que digería día a día de esa otra Elena. Al tenerla de frente encarnaba el espejo extraviado que ahora recuperaba de un solo golpe.
Fin
Mario a. 30 enero 2009[/justificar]
Código:
[centrar][size=150]Las dos Elenas de Octavio[/size][/centrar]
[justificar][tab][/tab]Amaneció este día tan abruptamente que las pocas horas de sueño se diluyeron en minutos y estos en segundos. Sin embargo, el reloj del buró marcaba las 8:17 de la mañana de un sábado cualquiera. Sentía una terrible resaca, tenía la boca pastosa y un horrible sabor que, sin poder evitarlo, tragaba cada vez que hacía el intento de pasar saliva; una saliva agria. El alcohol ingerido trastornaba ahora su cuerpo. La cabeza le daba vueltas, se mareaba con solo alzarla. Los ojos le ardían como cerillas encendidas. Apoyó su frente en la mano blanca, conteniendo el aliento e inspiró profundamente. A punto estuvo de vomitar hasta los pulmones.
[tab][/tab]Así encontró el día nuevo a Elena. Alguien se movió a unos centímetros de ella. Alargó su blanca mano y acaricio el cuerpo aún dormido de su querido Octavio. Aspiró, sin hacer ruido, el perfume que despedía el pecho de su marido. Eso la ayudó a suavizar los indicios del exceso del día anterior. Acarició con suavidad la espalda fornida, velluda y tibia de aquel a quien amaba con loco delirio.
[tab][/tab]Acercó un cigarro mentolado —siempre mentolados—; el humo aspirado le produjo una segunda sensación de desahogo. Seguridad. Tenía seguridad del amor de Octavio.
[tab][/tab]El tiempo en el reloj alternaba estas ideas conforme avanzaba. Definitivamente, dado su deplorable estado, no irían a trabajar, ni ella ni él. ¡Qué importaba si la galería que ella atendía hoy no abría sus puertas! ¿A quién le importaría que sus empleados se quedaran en la calle esperándola inútilmente? No iría y sanseacabó. ¿Y a Octavio? Su Octavio. Que se vayan al infierno sus editores; no acudiría a la promoción de ese libro nuevo que un amigo suyo presentaría con su anuencia.
[tab][/tab]Cerró los ojos, movió la cabeza en aprobación, mesó su cabellera rubia, ausente de cabellos blancos a pesar de los añitos, que se juntaban cada vez más. Octavio tampoco era ya el novel escritor que frecuentaba los muchos hoyos seudoculturales de la ciudad. ¡Qué decir de los tan famosos cafés de artistas, donde la bohemia se mezclaba con la poesía y las historias chuscas de quien las contaba!
[tab][/tab]A esos lugares y a tantos otros siempre iban, invariablemente, Elena y Octavio, y permanecían días enteros entre cigarros y alcohol, sin dejar de hablar, sin dejar de fumar y tomar. La vida trascurría divertida para los dos.
—Este muchachito algún día llegara a ser un importante personaje de nuestra sociedad —vaticinó la tía abuela. Por su parte, a la señorita Elena esas cosas no la atañían; se divertía como toda chica de su clase.
[tab][/tab]Una bocanada más y el mentolado se acabó. Como una bailarina de ballet, se contorsionaba para alcanzar con sus labios el ombligo de su amantísimo marido.
[tab][/tab]A todo aquel que le preguntaba la manera en que Octavio la enamoró, contestaba repetidamente: Flores blancas y poemas. Decía él que las arrancaba del jardín de su madre, sin que ella se diera cuenta. Contaba con un excelente sentido del humor, a veces travieso, a veces perverso.
[tab][/tab]Ella, una chica de sociedad, quedó seducida por las flores y los poemas del joven Octavio, cuando cursaron la universidad. En ningún momento él le preguntó si deseaba ser su novia, simplemente se los veía juntos casi todo el tiempo, compartiendo juegos y planes. Así fue incluso cuando se casaron, no hubo el clásico consentimiento por parte de la mujer. Casi sin darse cuenta, una buena tarde se quedó a vivir en la casa de ella. Aún hoy en día siguen en la casa de Cuernavaca, que era de la tía abuela. Venía a visitarla solo ocasionalmente, por los muchos compromisos de Octavio que lo ausentaban por meses de la casa y la vida de su mujer.
[tab][/tab]Ella realmente no tenía nada suyo; todo, pertenencias, títulos y su vida misma, pertenecía a su adorado Octavio. Juntos conocieron medio mundo, Tokio, Paris, Madrid, Copenhague, Buenos Aires, Nueva York, Nueva Delhi...
[tab][/tab]El dinero circulaba a raudales, la herencia paterna se despilfarró. En ocasiones, los gastos corrían por cuenta del erario público, pues en su calidad de funcionario cultural de Francia disponía de grandes sumas que usaba, según él, para gastos de representación.
[tab][/tab]Un día terminaron de viajar juntos. Regresaron a México desde Europa con el pretexto de la débil salud de ella, afectada por el frío recurrente de allá. El médico recomendó para ella el clima templado de acá. La ciudad elegida fue Cuernavaca, en la quinta de la tía abuela que tanto apreciaba a su sobrino político. Para que ella no se aburriera, abrió una galería donde expondrían los pintores noveles y, en ocasiones, se efectuaban pequeñas tertulias. Nunca, nunca, su esposo estuvo en ninguna. Llamaba a su generación, la ultima, gloriosa y excelsa. Lo demás eran poetillas de barrio o [i]juniors[/i] que jugaban a hacer canciones de [i]kinder[/i]: "Mamá, soy Paquito, ya no haré travesuras", y cosas así. Detestaba Octavio todo eso, Elena lo conocía muy bien. Nunca le reprochó nada, ni sus ausencias, ni sus pocas atenciones para con ella. Se limitaba a prodigarle su más tierno amor.
[tab][/tab]Desde que llegó a la ciudad de la eterna primavera, se acompañaba de sus historias y de sus gatos; gatos que bautizo con los nombres de poetas muertos: Pablo, Nigromante, Mario, Nicolás, Federico, Jaime, Julio, Rubén, Guillermo, Konstatino... Pero ninguno se llamaba Octavio; primero porque aún no murió, y segundo, Octavio, su más grande amor, no se podía comparar con el de sus mascotas.
[tab][/tab]¿Qué momento sería el más grande en la vida de Octavio? ¿Cuando se casaron? ¿Cuando le dieron ese primer reconocimiento en España? ¿Cuando estuvo de agregado cultural en Francia? ¿O cuando nació la única hija de ambos?
[tab][/tab]Deseaban que fuera mujer. Las niñas, indicaba, son cariñosas, sensibles por naturaleza. Musas de la creación natural. Además, admiraba en la mujer su inteligencia y la capacidad ante el dolor y el infortunio.
[tab][/tab]Nunca pensó qué hubiera sido de ella y su retoño si en vez de mujercita fuera hombrecito; él los juzgaba chillones, escandalosos, mustios y cobardes, plaga de viles cucarachas que todo lo infestan. Todo reducen a muerte y oprobio.
[tab][/tab]Cuando la feliz noticia llego a París, Octavio abordó el primer vuelo hacia México para conocer a su primogénita. Nada le importó abandonar sus compromisos oficiales y hacer de lado su investidura como agregado de la embajada de Francia. Nada más por el nacimiento de su hija. Ese gesto tan paternal no pasó desapercibido; el Presidente de inmediato lo separo de tan privilegiada estancia. Años después confesó que, al ser notificado de su remoción, exclamó: "Ya estaba harto de esa ramera parisina en que se ha convertido la ciudad de Víctor Hugo".
[tab][/tab]De pronto un país oriental hizo su aparición: La India. Allí fue confinado, dado su pasado izquierdista. Pero, para no levantar ánimos encontrados, se le confirió el excelentísimo carácter de embajador. Llevo consigo a su hija y, por un tiempo, a su mujer. Su hija se convirtió en el centro del mundo; la mayor producción de su obra fue en esos años, mientras su hija crecía. El tiempo pareció acelerar su paso desde ese instante, pues la niña pronto se convirtió en una señorita distinguida, elegante y educada. Papá Octavio la mostraba orgulloso en las fiestas de la embajada, ante el servicio exterior, inflaba el pecho y todos coincidían en que, en efecto, la nena era una promesa inequívoca para continuar la obra del progenitor.
[tab][/tab]Ante eso Elena se sentía abrumada, desplazada de la vida de su gran amor; abandonada en su casa de Cuernavaca. Sumida en la soledad de los laberintos se negaba a ver más allá de lo evidente. La galería, los gatos, el recuerdo grato de las correrías vividas junto a su marido, cuando eran jóvenes. ¿Jóvenes?
[tab][/tab]Elena, tiene que aceptarlo, es cada vez más vieja. Las arrugas cruzan con ironía su rostro fino; las manos, surcadas por las hondonadas de los años, eran afiladas garras blancas. Los dientes, manchados de sarro; tanto mentolado se pega hasta en las conciencias más rebeldes.
[tab][/tab]¡No! Elena era joven, bonita, preciosa, inteligente y viva; no habitaba en el cuerpo de esta Elena cada vez más enmohecida, con más delgados huesos, con más dolores de parto por las mañanas. Si tan solo hubieran envejecido juntos, si tan solo Octavio no fuera tan vanidoso y gustara de la vida corriente, hogareña y benigna... Pero eso no fue posible.
[tab][/tab]El resuello de otro cuerpo la sustrajo por un momento de sus abstractos pensamientos. Opuesto a ella, al otro lado de la mullida cama, dormía apacible la otra Elena, la hija de su Octavio; su hija misma. Desnuda, serena. De golpe le vino a la mente la noche anterior.
[tab][/tab]Solo de esta forma absurda acallo los celos y la pesadumbre que la aplastaban, que digería día a día de esa otra Elena. Al tenerla de frente encarnaba el espejo extraviado que ahora recuperaba de un solo golpe.
Fin
Mario a. 30 enero 2009[/justificar]