Fernando, para tí, que no te gustan las historias de amor, va dedicado este relato. Lo hice para que cambiases de opinión. Espero que sea modestamente útil para ese fin.
Siento el cuerpo cansado y lento. Las manos de esta mujer, manos amigas, me acarician la frente. Manos que hablan de nuestra vida y que son mi memoria. Luego, cogen fotografías que me muestran: la caída de Antoñito en la nieve, Carmencita en el tiovivo... muchas más; la última las muestra con picardía: nuestro primer fin de semana juntos en la casa de un amigo cuyos padres no estaban. Sonrío a la fotografía y me llega el olor de la comida improvisada, escucho a Brel diciéndonos “Ne me quitte pas”, siento esas manos que apenas sabían recorrerme, y mi placer es el mismo que entonces.
Las manos han debido leerme el pensamiento porque, con un gesto sencillo, me delinean la boca gruñona que, ahora y fuera de su costumbre, sonríe. Le aprieto las manos y deslizo la boca entre los dedos. Besos chiquitos para cada uno.
Se levantan, las oigo chocar la loza y vuelven a mí con un vaso de leche y un surtido de píldoras. Rezongo, como hago a diario, como parte de la ceremonia de no aceptar su necesidad para seguir viviendo; rezongo para que las manos revoloteen enfadadas, lo hago para sentirlas, tibias y maternales, poniéndomelas en la boca.
Fingen no darse cuenta de lo teatral del gesto repetido a diario, como si fuera la primera vez que lo interpretáramos. Antes de volver a la cocina, me cogen la cara y ponen amor en las arrugas.
Esta noche abrigaré las articulaciones inflamadas; cada hueso saliente me parecerá lo más hermoso del mundo y sabrán que necesito verlas cada mañana para sentirme fuerte.