HISTORIAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ
—¿Tienes muchas historias que contar?
—Algunas —contesté.
La pregunta venía de un chamaquito, chamagoso y pequeño. Tras el polvo y la mugre se adivinaba una inquietud precoz.
—¿Cuántas? —inquirió, molesto, como si esa no fuera la respuesta que esperase
—¿Cuántas quieres oír? —le pregunté automáticamente.
—Yo no quiero oírlas; son para mi abuelo, ese hombre que vive allá. —Señaló una casucha de cartón negro y cortinas de tela, igual de sucias que el pequeño niño—. Me aburren las pláticas de los grandes, prefiero salir y jugar con mis cuates, aunque a veces por chambear no ahiga tiempo para jugar... Pero a mi abuelo le gusta oír esas cosas.
Yo solo iba a preguntar por una dirección, Xaltenco, manzana 2, lote12, barrio Pescadores. Y antes de cualquier indagación, apareció este muchachito. Sin pensarlo, caminábamos rumbo al abuelo que le gustan las historias pasadas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, superada ya la primera impresión.
—Juan Palomar Rodríguez.
Lo dijo con tanto orgullo que me pareció gracioso, como si se tratara más de un título nobiliario que de un simple nombre vulgar. JU-AN PA-LO-MAR RO-DRI-GUEZ, lo repetí mentalmente. Tendría entre siete y ocho años, con tanta desnutrición la edad de estos niños se vuelve confusa y engañante.
—¿Y tu abuelo?
—¡Ah! Él se llama como yo, Juan Palomar; pero su otro apellido es Pérez.
Volví a sonreír. No sé si de un simple Pérez a Rodríguez da más prestigio. Más renombre. Y prosiguió su plática, sin pedírselo.
—Mis padres se fueron hace tiempo. Uno murió y mi madre se fue con otro; o al revés, ¡qué importa! Yo me quedé con mi abuelo; a mi hermana Anastasia se la llevó mi tía Rosa y nunca más la he visto. Y, la verdad, así estoy bien. El viejo ya no ve y casi no oye, pero tiene esa cosa de escuchar historias y es cuando se le aclara el oído. Y luego las repite como si en verdad él, y no otros, las hubiera vivido. Así ha sido desde hace ya varios años, desde que mis padres se fueron de aquí.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté
—¿Yo? ¡Újule!, igual usted creyó que estoy muy chiquillo. La gente de por aquí piensa que tengo ocho o menos. Pero no, lo que pasa es que crezco poco a poco; como casi no como carne, pues no crezco. Pero ya tengo mis diez años bien cumplidos, de eso sí estoy bien seguro. Mi abuelo me lo platica, me da fechas, horas y días de cuando nací. Hasta me dice con orgullo que él mismo ayudó a mi madre a salirme de su panza, pues mi tía Rosa no llegaba y mi padre ¡pos siempre borracho, qué la iba a estar ayudando! Así que él solito y mi madre me tuvieron. Creo que por eso mi abuelo me agarró cariño, pues soy su hijo más que su nieto.
Asentí con la cabeza, pensando el horror que debieron pasar tanto la madre como el abuelo. Y cómo esa gente curtida al sol y al polvo de por aquí hace caso omiso al dolor de parir.
—Sé leer y escribir —me dijo con presunción y orgullo—, aunque soy medio menso para las cuentas; siempre pierdo a la mera hora de llevar mi cartón y mis botes de aluminio al depósito de don Blas ¡Pero si a todos se hace guajes!
Seguimos caminando rumbo al jacal, que cada vez se hacía más grande, y más grande su pobreza. Varios perros roñosos y enflaquecidos, cruces y cruces de perrillos tan corrientes como sus predecesores, nos hacían una escandalera, un ladrar que, para mis adentros, parecía advertirme de algo, no sabía bien de qué, pero ellos seguían su letanía. Entramos por un portón de láminas oxidadas, parecía una escenografía mal montada; dentro, un hombre momificado, tal vez desde hacía años, abstraído en sus pensamientos, en sus sueños: era el abuelo.
—¿Eres tú, Tomás?
—Sí, abuelo.
—¡Buenas tardes, señor!
—¿Quién es, Tomás? Te he dicho muchas veces que no metas aquí a tus compañeros; a luego me hacen puros destrozos.
¡Pero si aquí todo ya está todo destrozado!, pensé.
—No, abuelo, es un señor que sabe de historias, como a ti te gustan.
—Oye, ¡no!, espera, niño. Yo solo quiero saber una direc... —protesté, pero el abuelo me interrumpió, sin hacer caso.
—¡Estupendo, hijito! ¿Cómo se llama el señor?
—¿Cómo se llama usted?
—Ernesto. Ernesto Gutiérrez; pero yo solo deseaba...
—¿Ernesto Gutiérrez? Hace mucho tiempo tuve un amigo con ese nombre.
—Señor, sólo deseo saber...
—¿Ernesto, dice?
—Sí, señor, así me llamo, pero déjeme explicarle...
—Tomás, ofrécele una silla al señor Ernesto, ¡anda chamaco!
El chamaco me miró con fastidio, molesto; al juzgar era siempre así con los visitantes de su abuelo. Pero ¡atiza!, yo solo quería la dirección, o mejor aún la ubicación de esa dirección, nada más.
—Usted perdone, abuelo, pero sólo deseo saber donde está este...
—Tome asiento, señor; ahorita lo atiendo como es debido. ¡Tomás!, hijo, ¿dónde te metes?
—Aquí, abuelo. —El niño reapareció con el baúl café.
—Eso, hijo. Ya sabes ¿verdad? Has de estar ya aburrido, siempre es lo mismo. Soy un viejo molesto.
—No, abuelo, ¡cómo crees! Toma, aquí está.
—¡Ah!, gracias hijo. Si no fuera por ti, yo no sabría qué hacer. No te vayas, hijo.
—No, abuelo, aquí estoy; no me iré.
—Es un buen muchacho, ¿no cree, señor Ernesto?
—Ya lo creo —contesté.
Realmente el chamaquillo tenía mucha paciencia con su anciano abuelo. Algo inusual para un niño de su edad. El abuelo abrió con sumo cuidado el baulito café; al hacerlo un peculiar olor a papel viejo picó mi olfato. De algún modo el anciano percibió mi molestia, pues dijo:
—Los papeles son viejos, como las historias que cuentan, y lo viejo con el tiempo se hace polvo. Nunca he sido bueno para las metáforas. En este momento, hablando de tiempo, es de lo que más carezco.
—Señor Juan, perdone mi descortesía, pero yo simplemente deseo...
—Mire, observe estos manuscritos; están un poco borrosos. Hace mucho tiempo fueron escritos con tinta china y pluma fuente. ¿Se da cuenta de ello? Realmente son viejos, ya casi nadie usa la pluma fuente. Quizá algún escritor... ¿Se da cuenta de eso, mi estimado señor Ernesto?
—¡Claro, abuelo!, algo sé de escritores y escritos —contesté.
Y pensé "¡Por Dios!, ¿qué estoy haciendo aquí? La tarde cae, y yo atorado con este vejete y su baúl lleno de viejos papeles escritos con tinta china, junto a un mocoso que me mira con extrañeza. ¡Qué absurdo todo esto!..." ¿Qué dice aquí...?
«Alguna vez fui joven. Cuando el sol calentaba mi rostro y el trino de las aves despertaba mi deseo por vivir. Hablé con mi padre; una plática breve. Él me dijo: Hace muchos años yo hice lo mismo. Solo me pidió que nunca olvidara el amor de mi madre y el ejemplo de mi padre...».
¡Qué raros son estos escritos!, pensé por un momento.
—¿Pasa algo, señor Ernesto? Lo siento un poco turbado.
—No, no, nada. Sólo que se me hace tarde.
—¡Tomáaas!
—¿Sí, abuelo?
—Tráele algo de tomar al señor Ernesto.
Al azar agarré otro pliego de hojas amarillas y leí:
«Quien crea que la vida es sólo canto y baile, es que aún no ha tenido la oportunidad de vivirla. Mis lágrimas queman mi rostro. El descubrir de tu engaño, me dolió hasta el alma. Lo único que detenía mis pasos aquí, unos besos de ceniza, han liberado mis promesas del corazón. En el tren de las ocho parto hacia Orizaba...»
—Tome, señor.
—¡Oh! Gracias, Tomás.
—Relájese, señor Ernesto. La vida se vive una sola vez.
A lo lejos sonó el silbato de un tren. Miré mi reloj: las ocho en punto. Sorbí dos tragos de mi bebida; no distinguí el sabor pero sentí una rica sensación. Tomé otras hojas impresas en tinta china:
«Hay cosas que uno no se explica, como el avanzar de las manecillas del viejo reloj o el morir de los amigos. Pancho, el mejor amigo que haya tenido, el muchachito de semblante triste y palabras cortas, el mismo que me seguía en mis correrías, murió. Ya no era el jovencito de hace unos años. ¿Tal vez fue la nostalgia del tiempo ido? ¿O tal vez el balazo que se dio en la cabeza? Fue el mejor amigo que tuve».
¿¡Pancho!? Sentí un estremecimiento por todo el cuerpo. Miré alrededor: sólo miseria, un hombre encorvado y la mirada brillante de un pequeño. No sé de dónde lo sacó el viejo pero, la cosa es que, entre sus labios, sostenía un puro grueso que aromatizaba el lugar. Su olor acre llenaba los pulmones de humo viciado; aún así, era delicioso sentirlo. Otra hoja leí:
«Córdoba: fue una ciudad hermosa, sin embargo los recuerdos se amontonan en tal grado que no logro caminar con presura por sus calles. Unos compañeros de acechanzas dicen que se van a Cuba. Mejor me voy con ellos. Cuba, sus playas, su malecón, sus calles viejas, el correr de sus niños; el embrujo de sus mujeres...».
¿Sus mujeres? Seguí leyendo:
«Fue allí donde conocí a Toña, una mulata de la calle Villegas, a unos cuantos pasos de la Plaza del Cristo. Morena, de carnes gruesas, siempre contenta, siempre con la sonrisa en labios rojos. Obviamente trabaja en lo único bien renumerado de la isla: de meretriz, aguantando borrachos, gente indeseable que por unos cuantos billetes tienen una hora para conocer el paraíso sin pasar por el purgatorio. A mí la regia negra no me cobra; diré que fue mi carita de niño la que la cautivo, ¡o sepa Dios qué! Pero con ella supe lo que es el amor de los cuerpos. Lo juro, sentí el aroma salado del puerto Trinidad, sentí arder mi ser en las carnes prietas y sudorosas de la Toña...».
Tuve que apurar mi trago, pues un sudor resbalo por mi frente. Más adelante decía el manuscrito:
«Se fue mi Toña. Se fugó de la isla en un buque cisterna. Un marinero, paisano avecinado en Tamaulipas, se la llevó, el muy cabrón. ¿Qué va a ser de sus clientes?, ¿con quién van a soñar en esta pesadilla que es vivir? ¿Y de mí, que ya empezaba a amarte...».
Los placeres no son para toda la vida, pensé. Se había hecho de noche. Remiré mi reloj, indicaba las nueve. Me giré hacia mis anfitriones.
—No se preocupe, señor Ernesto, cuando se está en estos extremos el tiempo no cuenta mucho —me dijo.
Sin duda, ¿qué podría el viejo esperar de la existencia que no hubiera ya tenido? Y el niño, con todo aún por vivir... Y yo en medio de esa brecha sentí nostalgia.
—¿Le recuerda algo, señor Ernesto? ¿Algo le viene a su mente?
—No, creo que no —respondí.
«Han pasado dos años y no logro olvidar a Toña, realmente se clavó en el corazón. Mis compañeros con los que vine, ya casi se fueron todos, desilusionados. Cuba no es el paraíso que nos quieren vender, está lleno de miseria, de la pobreza triste que nos deja la soledad».
Saqué el papelito arrugado de mi camisa, lo leí muy en silencio: calle Xaltenco, lote 12, barrio Pescadores
—¿No sabe dónde queda? —pregunté.
—¿Dónde queda qué? —replicó el abuelo
—No, nada... Olvídelo.
—Hijo, calienta café para el señor. Vamos a merendar.
—Sí, abuelo.
—Por mí no se molesten, creo que ya es tarde... —Ni me escuchó.
«Nuevamente Veracruz. Solo de paso, pues nada de aquí me interesa en este momento. Camino hacia las vías del tren, único medio seguro de ir a ningún lado...»
El paso rápido de otro furgón me despabila de mis lecturas.
—Tenga, señor.
Una taza percudida por el uso exagerado contiene un café de dulce perfume y exótico sabor; unas conchas recién horneadas hacían de nuestra cena la envidia de cualquier corte europea. Comí con verdadero deleite; tiempo hacía que no probaba algo tan suculento. Continué leyendo y lo que leí me asombró sobradamente.
«Llegué a un café de chinos en la noble Ciudad Victoria, con la ferviente idea de encontrar a la Toña, mi adorada mulata. Ahí me sirvieron café negro y unos bizcochos llamados conchas, verdadero manjar de sultán. Los devoré con ansia y deleite...».
¡Deleite! Desconcertado, miré al niño.
—¿Quiere más café?
—Si, un poco más. Sólo un poco.
«Según mis reportes, el marinero que llevaba por nombre Pedro se la llevó a esa populosa ciudad. No tenía más datos que esas endebles filiaciones: Toña, Antonia Torreblanca...»
—¡¿Antonia Torreblanca...?! —exclamé con sorpresa
—¿Quién es Antonia Torreblanca, señor Ernesto? —preguntó el abuelo
—Una mujer que conocí hace muchos, pero muchos años.
—Qué extraño, ¿verdad?
—Sí. Muy raro —musité con descuido.
Todo aquello parecía un rompecabezas cuyas piezas poco a poco se iban acomodando. ¿Cuál sería la siguiente?
«Pobre Toña, ¡en qué acabaste!, en una puta de cantina. Maldito marinero, maldito Pedro; sólo te explotó, sólo para eso te trajo. Ya ni me reconoces, hundida en la bebida se te acaban los años, se te acaba la vida».
Antonia Torreblanca. ¿Aún vivirá?, me pregunté. No lo creo.
«Me regreso a México. Tal vez aún vivan mis viejos. El Zócalo, el Palacio de Gobierno, la Catedral. La torre, tan alta, que ni lo es tanto. Mi México; ahora sí puede que halle la felicidad. Tomo un taxi de tantos, me mira con desconcierto: "¡Újule! Joven, esa dirección ni existe ya; en su lugar hay metro, o sepa su madre qué construyeron ahora. Pinche Gobierno todo lo pone al revés". De todos modos, vamos. No había metro ni jardines; sólo un lote baldío, lo que dejan los temblores de por acá...».
Recordé al momento algo ya olvidado. NO OLVIDES EL AMOR DE TU MADRE Y EL EJEMPLO DE TU PADRE. Miré al abuelo; sin duda él todavía guardaba esa vieja conseja.
—Se equivoca —mencionó.
—¿Qué dijo?
—Que se equivoca usted a leer. A lo mejor la letra esté un poco borrosa, y la luz de por aquí es tan pobre que algún día se quedará ciega como mis ojos.
—No, abuelo, la lámpara alumbra bien; hoy no llovió y la luz no se ha ido —dijo el chamaco.
—¡Qué bueno, hijo! Continúe, señor Ernesto.
«De mucho buscar, hallé un familiar; una tía persignada, de ésas que se niegan a morir y que aún tienen en la cabeza que el movimiento del 68 fue sólo pretexto para darse en la madre un montón de güevones. "¡Ay, hijo!, pero mira nomás cómo te ha tratado la vida. ¡Qué bárbaro y qué ingrato! Tus pobres padres murieron sin el consuelo de saber si vivías o no. Bueno, bueno... eso ya como sea pasó. Pásate, muchacho. ¿Qué te tomas? ¿Una cervecita? ¡Órale pues! Pero cómo estas cambiado, ¡y cómo no!; si te fuiste siendo un pollito. Así de chiquitito. Eras el orgullo de tu padre", decía. "Cuando mi hijo sea grande será alguien muy importante". Sueños guajiros, le decía yo al Fernando, ¡ah, que mi cuñado!"»
¡¡Fernando!! Es el nombre de mi padre muerto.
—¿Estás bien, hijo? —preguntó el abuelo.
—¿Qué está pasando, abuelo? ¿Qué significa esto?
—Nada, señor Ernesto. ¿Se le hacen familiares los personajes?
¡No, claro que no! No era posible, se trataba de coincidencias; sí, eso, coincidencias. Por un momento me sugestioné. ¡Qué tonto...!
—Hijo, prende la radio para que escuche algo el señor Ernesto mientras sigue leyendo.
—Sí, abuelo.
«"No puede ser, somos primos, tu madre fue la hermana de mi madre. Esto está mal", me dijo mi prima Clara mientras yo besaba con delicadeza sus pechos virginales. Un estremecimiento la envolvió. Abandonados en ese cuartucho de hotel, la llevé por un sendero de infinito placer. Una y otra vez poseí con vehemencia su ser. "Mi amor, mi vida, ¡cuánto te amo!", me decía, le decía».
Ya no quise pensar, sólo adelanté más hojas...
«"¡¡Malnacidos!! ¡¡Cerdos malditos!! Cómo fue posible que me hicieran esto. Yo que abrí las puertas de mi casa, yo que te creí un hombre sano, íntegro por ser el hijo de mi hermana... Y tú, pinche perra caliente, te revolcaste con el hijo de mi hermana. Ingrata, mala hija. ¡Desgraciada! Tú y el hijo de tus entrañas lárguense de aquí, no quiero verlos nunca. ¡Váyanse, malditos puercos! No sigan manchando esta casa. Mal haya el día que te parió tu madre, infeliz". Tomé en mis brazos a Clara y nos fuimos de allí».
—¿Está temblando, señor Ernesto? Anda, Tomás, trae una cobija para que se cubra un poco el frió del alma.
—¿Del alma, dice?
—No haga caso, ya ni sé lo que digo.
La cobija olía a rancio, a sucia, al sudor que despide uno de tanto trabajar. No sé cómo la acepte. Y sin embargo sentí un agradable calorcito. Mis temblores cesaron y empecé a sentirme mejor.
—¿Le molesta la cobija, señor? —preguntó tímido el chiquillo.
—No, hijo, claro que no.
—¿Ve usted?, somos pobres, pero lo que tenemos lo damos de corazón.
—Ya veo, gracias. Son muy gentiles.
—Prosiga usted, por favor.
Sólo pasé dos páginas:
«Al fin logré encontrar un trabajo estable. Clara, cada vez se pone más fastidiosa, no entiende o no quiere entender que yo no nací para ser un simple peoncito, o un mediocre maridito. A mí me gusta viajar, conocer, descubrir... Al menos ya nos perdonó mi tía; y cómo no va ser eso, si toda la cara de la niña es de ella. De la noche a la mañana se ha convertido en su hada madrina. Y yo cada vez estoy peor, me ahogo, me asfixió entre esta cotidianidad que he comenzado a aborrecer...».
Corrí más hojas marchitas por el tiempo; aún encontré algo sobre Clara:
«Lo siento, pero tú, tu hija y y tu madre serán más felices sin mí que conmigo. Adiós».
Eso es todo. Que fácil, pensé, hacemos y deshacemos vidas.
—¿No se van a dormir? Al menos el niño —pregunté.
—No se preocupe, señor Ernesto, mi nieto se ha acostumbrado a estas veladas.
El niño asintió con la mirada. Sirvió más del delicioso licor.
«Voy sobre las vías del tren, como otras veces. Sin embargo no me siento contento; no hay alegría. Sólo el deseo de huir de mí mismo...».
—Dígame, Juan, ¿a quién pertenecen estas memorias?
—El no las escribió. Mi abuelo sólo escucha las historia de los demás —contestó el chamaco.
—Tomás, acompaña al señor a su coche que ya es muy tarde. Anda hijo, ve.
El reloj marcaba las dos de la madrugada, habían pasado casi ocho horas, y para mí había pasado una vida. Por última vez recogí unas hojas; ya no tantas como al principio. Tomé una, siempre al azar:
«No es que comiences una nueva vida, sino que ya te ganó el olvido. Toma, apunta mi dirección, calle Xaltenco, manzana 11 lote 12. Barrio Pescadores. Cuando regreses de tu largo viaje, búscame. Tal vez podamos ser felices; pues tú te vas y yo me quedo. Me quedo con el presentimiento clavado en el alma. No vas a regresar; lo sé. Sería lo mejor. Me has hecho mucho daño, mas te amo. Siempre seré tuya. Recuérdalo, Ernesto, adiós. Perla».
Yo estaba perplejo, atónito, mudo por dentro y por fuera. El niño tomó mi mano, Me dejé conducir mansamente hasta el auto estacionado, más abajo. Observé la pila de casuchas negras con sus luces prendidas. Cuando iba a despedirme de mi amiguito, no estaba; se esfumó. Arranqué y me alejé presuroso de allí.
«EPÍLOGO: Han pasado unos días y he vuelto al lugar del misterioso encuentro, en donde estaba la casucha del abuelo Juan y su nieto Tomás. Sólo veo montones de basura hedionda. He tenido cuidado de preguntar la dirección del arrugado papel a vecinos del lugar ya arraigados de mucho tiempo, tengo la increíble sensación que voy por buen camino. De todos modos agradezco al abuelo haber escuchado mi historia».
mario a.