El sábado 16 de julio hablé, sin querer queriendo, con mi vecina tendera. Aquella que descubrió, luego de 20 años de casados, que su marido tenía los mismos gustos sexuales que ella.
Fui a la tienda a comprar unas cervezas y ella al verme no pudo contener el llanto. El negocio estaba solo y la pobre aprovechó para desahogarse en mi hombro. Entre sollozos me dijo que no entendía cómo pudo ser tan ciega por tanto tiempo. Hasta se culpó porque años atrás le propuso a su ex marido realizar un juego sexual donde ella hacía de hombre y él de mujer y tal vez desde allí cambiaron sus necesidades. Ella recordó con claridad que al principio él se negó rotundamente pero después que probó quería seguir jugándolo a cada momento y hasta llegó a tornarse cansón. Yo le pasé la mano por la cabeza y logré apaciguarla, y le propuse que mejor habláramos a fondo el asunto en otro lugar, pues si alguien de improviso entraba a la tienda y nos veía en tal actitud podría hacerse una idea errada y la reputación de ella quedaría en entredicho. Aceptó y acordamos encontrarnos en el centro de la ciudad al día siguiente. Yo estaba solo en casa porque me había separado de mi esposa otra vez luego de un reconcilio fugaz (Retazos XXV), pero deseaba evitar malos entendidos dado que continuo soñando que lleguemos juntos a la vejez, y si me da una tercera oportunidad procuraría, ahora sí, no cometer más errores.
El día de la cita salí primero. Ella me vio desde la tienda y sonrió haciéndome señas que partiría después en su auto para no levantar sospechas. Pero cuando me aprestaba a tomar el autobús que me llevaría al lugar de nuestro encuentro, tres tipos fornidos me abordaron. No tuve que hacer mucho esfuerzo para reconocerlos, uno de ellos era un buscapleitos, propietario de un gimnasio cercano. El tipo, un grandulón, me empujó con fuerza logrando tirarme al suelo. Luego me pateó. Antes de preguntar el motivo de tal agresión, él mismo me lo dijo…
— ¡Aléjate de la tendera o te pesará!
Mi sorpresa no tuvo límites. Aún en el piso me encogí de hombros con despreocupación y mentí…
—No sé a qué te refieres.
— ¡No trates de pasarte de listo! Sé muy bien que estás tras ella, los vieron abrazados en la tienda. No permitiré que nadie me la quite.
Me indigné y respondí con altanería, a costa de mi vida…
— ¡No puedes adueñarte de lo que no es tuyo, y mucho menos poner condiciones para acercarse a ella!
El acuerpado tipo, que tenía más músculos que estatura, se enojó al escucharme y se me tiró encima y empezó a propinarme una paliza que solo se detuvo cuando la tendera intervino…
— ¡Déjalo quieto, desgraciado! ¿Por qué no te metes con uno de tu tamaño?
Yo iba perdiendo la conciencia poco a poco pero alcancé a escuchar que los tipos le pedían disculpas a la señora y se alejaban. Lo último que recuerdo es que las suaves manos de ella acariciaban mis heridas logrando que me levantara, y no precisamente del suelo.