Pérez de Fajardo se debatía, en ese día caluroso, con su propia conciencia. El duelo entre ambición y piedad era encarnizado.
No quería verlos; todo sería más fácil. Cómo en las batallas donde la muerte es anónima: ni caras, ni nombres, ni historias personales.
No consentiría dejar la ejecución a la tropa, unos a otros se atizarían la violencia y la tortura preludiaría la ejecución. Estaría presente para evitar atrocidades.
El capitán pensaba en la naturaleza humana, mientras paseaba nervioso por la habitación, olvidando –con la amnesia que permite seguir viviendo confortablemente– violaciones, crueldad y excesos liberados antes y después del combate. La autocrítica no estaba dentro del corazón de Perez de Fajardo. Nadie le había enseñado a igualar en importancia a los humanos.
Anochecía y no podía haber más demora. Cogió la chaquetilla parda y apuró el resto de la jarra de vino; el alcohol le eliminaría los sentimientos y le permitiría cumplir con su profesión. Con paso firme, se dirigió al cobertizo donde se hacinaban los indios.
Cincuenta pequeños seres esperaban angustiados su suerte. Sin moverse, miraron humillados al capitán. El miedo les había hecho perder, en dieciocho horas, la dignidad.
Pérez de Fajardo revisó lentamente las cincuenta miradas y, con satisfacción, comprobó que no le producían ninguna reacción. Recordó las matanzas de cerdos en Extremadura.
–Dentro de dos horas. No quiero tortura. La lección vendrá después –dijo al sargento de tropa.
El hombre admiró la serenidad del capitán ante los despojos humanos. Ni odio ni pena, la fría mirada rezumaba serenidad.
–Su mirada le ha hecho capitán –pensó el sargento, y hubiera dado la mitad de su salario por saber cómo se forja ese carácter.
Al darse la vuelta, advirtió que los indios, en cunclillas, se habían agitado cuchicheando en voz baja. Oía el rumor, pero no distinguía las palabras. Enfurecido, chasqueó el látigo dispuesto a azotarlos.
Una mano contuvo su brazo.
–Ni tocarlos, sargento, ni tocarlos.
Y la voz retumbó en el aire como una amenaza.
Pérez de Fajardo había hablado mientras pensaba en la conveniencia del ahorcamiento. Con él, Perú entero conocería la hazaña y, posiblemente, Pizarro le premiaría aumentando un décimo el oro conquistado; el inconveniente estribaba en el miedo de los indios; intentarían desasirse de la soga, no se les rompería el cuello y agonizarían durante largo tiempo. No sería agradable.
La ejecución podría disponerla a su antojo al no haber juicio previo y Lucas de Valdivia, el inquisidor, era hombre débil que no presentaría problemas a su decisión.
Lucas, como un banquero, anotaba diariamente el nombre de los infieles bautizados. La cuenta detallada de los conversos, le serviría para asegurarse un lugar a la derecha de Dios, en ese compadreo de números y nombres. El inquisidor establecía un paralelaje entre Tierra y Cielo, recordando como a Pizarro le aseguraba el oro enviado a España la derecha del monarca.
Serían las nueve, el capitán pensaba que antes de la ejecución le daría tiempo a cenar algo de pan y tocino, visitaría a doña. Ana, su esposa, cambiaría su ropa por un jubón limpio y aún podría dormitar algo.
Por la mañana, cincuenta hombres servirían de columnas el camino. Una frente a otra, enmarcando el paso de su caballo. Esta visión le llenó de gloria.
Antes de comenzar su itinerario, llamó al inquisidor; la ejecución le proporcionaría cincuenta almas para su cuaderno.
Lucas de Valdivia apareció triunfante ante los reos, en los brazos levantados llevaba Biblia y crucifijo y acercándose a la entrada del cuarto que servía de cárcel, gritó:
–Apiadaos Señor de estos salvajes. Perdonad sus pecados Dios misericordioso y hacedles un hueco a vuestro lado por el sacramento del bautismo.
–Perdonadles sólo Señor –rectificó, después de imaginar que Dios le hiciera caso y estuvieran junto a él.
–Han pecado, pero en vuestra benevolencia, concededles el sueño de los justos. Concededles reposo –puntualizó. Ese día la plegaria no estaba atinada.
Besó Biblia y crucifijo y se los ofreció a los indios que, sin saber que hacer con ellos, imitaron sus gestos besándolos y tirándoselos unos a otros. En pocos segundos el revuelo fue enorme, las hojas del libro sagrado volaban entre las cabezas y el madero y el Cristo continuaban su paseo, separados uno del otro.
–Blasfemia, sacrilegio.
Gritaba el inquisidor, dando ya por perdidas las cincuenta almas que ofrecer a Dios, mientras recogía las hojas que bailaban en el suelo y en el aire.
–A la hoguera, al fuego purificador.
Continuaba de igual forma: descompuesto, por momentos más pálido, más temblorosa la boca y más afilada la nariz.
La ira de Dios se le había metido y tuvieron que sujetarle entre dos soldados para, en volandas, llevarle hasta su casa, a ver si con tisanas, rezos y cuidados del ama se le pasaba el sofoco.
Los indios, atónitos, contemplaban la escena y el único soldado que permanecía como vigilante, tenía un ojo en el cielo y otro en el inquisidor, mientras que, apoyado en el arcabuz, paseaba interiormente por un camino de indias desnudas, jardines de oro y guiso de cordero.
Pérez de Fajardo acababa de cenar cuando escuchó gritos y, a través de la ventana, vio al final del pueblo, un humo denso que ascendía coloreado por un vivo resplandor. Retomó su casaca y se dispuso a salir.
–¿Otra vez te vas?
Y más que una pregunta, era un “no te muevas” de Ana a su marido.
–Veré que pasa.
Contestó secamente el capitán. Había ocasiones que debía ejercer su autoridad de marido.
El fuego que aparecía delante de sus ojos, sería un buen pretexto para volver a pasar un rato con Koya, su amante; la mujer que le hacía estallar el deseo sólo con imaginársela. Hoy necesitaba descanso y placer. La ejecución le mezclaba tristeza y mal humor.
Por el camino supo que algo grave ocurría; las calles eran un hervidero de gente subiendo y bajando en su dirección. Aceleró el paso y, al doblar la tercera esquina, el viento a su favor le dio en la cara, con un olor nauseabundo que conocía bien; olor a carne humana quemada. Su olfato guió sus pasos y le condujo al cuchitril de los indios que era una tea ardiendo; dentro, algunos se retorcían encendidos como brasas, otros, los que más, yacían muertos en el suelo. La paja había hecho arder en poco segundos a casa e inquilinos.
Se dirigió al soldado de guardia.
–¿Qué ha pasado?
–Cosa de chiquillos –le contestó–, unos niños jugando han prendido fuego. Nada se pudo hacer.
Y los chiquillos que habían jugado, se miraban dándose codazos y riéndose de lo lejos que habían llevado su travesura.
Nadie hizo nada para aliviar el sufrimiento de los indios, nada para castigar a cuatro niños españoles. El asesinato de cincuenta indios fue la consecuencia de su blasfemia.
Lucas de Valdivia agradeció esa noche el castigo divino de su Dios, tomándolo como señal de complacencia y, sonriendo a los brazos inocentes ejecutores de la sentencia, volvió a la cama, para dormir apaciblemente.
Esa noche, Pérez de Fajardo eliminó la tensión engendrando un nuevo hijo a Koya.