La barra de aquel bar brillaba por la ausencia de clientes. El único que se mantenía fiel a ese pedazo de madera noble —porque eso sí, categoría tenía aquel garito—, en ese día laborable, era un hombre de edad avanzada, que lanzaba una mirada triste a su tercer vaso de Whisky.
En el reloj, digno de un lobo de mar, sonaron las dos de la madrugada. Una bella mujer entró. El barman, solícito, le sirvió lo pedido. Ella, al ver que el ocupante de la barra no se había dignado en levantar la cabeza se le acercó.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó observando con atención.
Un gesto de indiferencia le dio la conformidad. Ella se sentó a su lado.
—Un hombre de su experiencia no debería estar solo, y menos aquí.
Ernesto apartó la vista de su vaso y la dirigió a la mujer que estaba juntó a él.
—Esa experiencia es la que me tiene clavado junto a este vaso.
Ella sonrió con coquetería, levantó su copa e inició un brindis que no fue continuado por Ernesto, es más, retiró su vaso, sacó un billete de su cartera dejándolo en la barra del bar, y se despidió con educación.
Al salir a la calle un coche se abalanzó sobre Ernesto desplazándolo del golpe unos diez metros. Quedó tumbado en el suelo.
Mientras el conductor del vehículo salía tambaleándose por el etílico líquido alojado en sus venas, Ernesto se contemplaba en el suelo, sangrando y con varias personas a su alrededor, que él no se explicaba de dónde habían salido.
Allí, de pie, observando algo extrañado por lo que estaba ocurriendo, escuchó una voz femenina conocida.
—Lo siento, habría sido mejor que hubieras aceptado mi brindis.
CONTINUARÁ…
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