Miro, esperanzado, al cielo para hacer otra petición.
Recuerdo haber tenido muchas dueñas hasta que Angie me encontró en el parque donde me dejó un gato callejero. Ella me recompuso con sus pequeñas manos, me dio un nombre y me colocó en un rincón del salón de su casa desde donde yo podía mirar el ir y venir de su madre, la mujer de quien me enamoré. Pienso ahora en esta historia, que he repetido en mi mente tantas veces, porque presiento que ésta será mi última noche aquí.
«Angie... ya estoy cansado de conocer nuevas dueñas, se van de mi vida y me olvidan. No quiero ser más un pedazo de madera, quiero tener vida».
Angie me miró como si hubiera escuchado mis pensamientos, levantó del mueble mi maltrecho cuerpo de madera, me llevó a la ventana y señaló al cielo. —¿Ves la Luna? Es la Luna de los deseos, ella te concederá todo lo que le pidas.
Yo no sabía si creerla. Pero había escuchado que, a los niños, los dioses los escuchan. Quizá escucharan también a los muñecos. Ella salió y me dejó a solas frente a la ventana.
«¡Deseo sentir, deseo amar, quiero ser un hombre de carne y hueso!», imploré mirando a la Luna. Todo brilló en un destello y luego volvió a oscurecerse. Un calor desconocido se apoderó de mí y dejé de sentirme inmóvil. Intenté usar las piernas y girar la cabeza. ¡Podía hacerlo, ya era hombre!
Corrí al espejo. Un ser extraño se reflejó frente a mí. No era como había imaginado. Me consolé pensando que al menos podría vivir y ese era mi deseo. Al sentir un ruido en la puerta dibujé mi mejor sonrisa, seguro de que era Angie. «Se sentirá feliz al verme», pensé.
Un grito casi destrozó mis recién estrenados tímpanos. Di un salto y me escondí en un rincón. Era la madre de Angie; mi amada. Salió corriendo después de mirarme. Me asusté.
—¡Angie! ¡No entres a la sala, hay un extraño!
Angie asomó la cabeza y sé que me reconoció. Sonrió y, cuando venía a mi encuentro, su madre la tomó de la mano con brusquedad, apartándola. La pequeña intentó decir algo que no pude oír.
—Señor… ¿cuál es su nombre? —Me llamo Adán. —Señor Adán, tengo una hija muy imaginativa. No sé con qué intenciones aceptó usted venir a nuestra casa pero, sean las que fueren, le suplico que se retire. —¿Cómo? Si yo vivo aquí…
Me miró como si yo fuese un loco y, de manera contundente, señaló la puerta. Ella era más alta que yo y emanaba un exquisito aroma que impregnaba el aire. La deseé más que nunca, ¡había soñado tanto con besarla! Estaba seguro de que si me acercaba y me empinaba un poquito podría alcanzar sus labios… Lo intenté y ella soltó un grito de espanto.
—¡Degenerado! ¡Váyase o llamo a la policía! —amenazó.
Me dio un empujón y bajé la cabeza sin entender por qué me odiaba. Arrastré los pies en dirección a la salida. Sentí en mis labios el sabor salobre del líquido que emanaba de mis ojos. No podía caminar bien, creo que tenía un defecto en una pierna y cuando pasé otra vez frente al espejo me vi un ojo medio cerrado.
Salí a la oscuridad y, después de caminar con dificultad un largo trecho, me senté en un banco de hierro. Levanté los ojos en busca de la Luna. Ya no quería ser hombre, prefería seguir siendo el muñeco de madera que una vez perteneció a un juego de marionetas.
Pero la Luna no estaba. Y así fueron pasando las noches.
Esta noche hay luna llena.
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