LA CAJA SALVADORA
Pasó mucho tiempo revisando el mecanismo del extraño aditamento. Él mismo realizó las pruebas, que venían impresas en el instructivo. Checó y rechecó que todo estuviera en excelentísimo orden.
Desde muy niño empezó a cultivar dudas y temores, sobre esto y aquello, allá y acá; en fin de muchas y tantas cosas. Pero de lo que quedo hondamente obsesionado, perplejo de pies a cabeza. Fue al enterarse que existía la catalepsia, de la muerte dormida. Cuando supo de la mítica muerte de Joaquín Pardave, un brillante actor de los 50s´. Que a la postre murió, fue sepultado y un descuido notarial obligo su exhumación; grande fue la sorpresa de todos al descubrirlo con un rictus de terror, con las uñas descarnadas, las ropas desgarradas, en su desgraciada desesperación por escapar a su propio sepelio... Bueno, eso era lo que supo en labios de sus mayores. Por eso él pensó en provisiones futuras.
Más cuándo tuvo edad suficiente y dinero, se dedico a encontrar solución a su atormentado pensamiento de morir, sin estar bien muerto. Desde entonces visitaba, sin reparo las casas fúnebres. Casi las recorrió todas, pero sin hallar nada esperanzador, nada lo satisfacía, parecía que todo era igual. Hasta que un día veraniego, alguien toco a su puerta. Un personaje de negro, tenebroso, enigmático.
—Matías Cicerón, a sus órdenes. Pompas fúnebres, mi profesión. Se presento el hombre. —Por colegas del medio— Siguió hablando. —Enterado estoy, de su particular caso... Señor...¿?
—Francisco Domínguez.
Se adelanto a decir nuestro hombre; un tanto avergonzado de su proceder. El tipo de negro, no solo no se inmuto, ni se sorprendió; tremendamente al contrario, en un gesto casi paternal, le confió que en realidad esa idea, la tenían la inmensa mayoría de clientes, con los que trataba.
Los grandes ojos del señor Cicerón escrutaron la pequeña salita, en busca de alguien mas, le molestaban los testigos indeseables. Su tantísima experiencia, le indicaba que estaba abonando en buen terreno, tenía ante sí un potencial cliente.
No había nadie mas, por lo cual no existía motivo de hablar a media voz, pero así continuo:
—¡Escuche mi amigo! Escuche con atención; a lo largo de muchos años de ardua investigación, he inventado, perfeccionado y en poco tiempo, ya mero, claro esta; patentar, la obra cumbre de mi creación. La única caja luctuosa, con un avanzado sistema de circuitos, conectados a una central de detención oportuna, que en un momento de emergencia, puede y debe salvarle la vida... Bueno, bueno en el caso que fuese su caso. Indudablemente de eso estamos tratando. ¿O no?
El impacto delirante de las palabras, del viejo mortuorio, se fueron grabando lentamente, cuando hubo asimilado lo que escucho, de inmediato pidió mas señas y pelos de tremenda entelequia. Ni tardo ni perezoso, abrió su portafolio de piel autentica, extrajo un montón de catálogos, papelejos, planos, ¿quien sabe cuantas cosas mas? Con el brazo extendido barrio las chucherias que adornaban la mesita de centro. Con grosera desfachatez, mostró a su interesado interlocutor, lo conveniente de su invento, al cual llamo:
“caja salvadora”
— ¡Válgame el señor!
Se llevo una mano a la frente, el señor Domínguez, bien visto el entusiasmo y la alegría de haber hallado; con tanta suerte a una persona así.
—A de ser... Me imagino.
Siguió diciendo el señor Domínguez.
— Muy tranquilizador vivir así, a sabiendas de que no exista o pueda existir un error... Digamos por un equivocado diagnostico; peor aun, un repentino ataque cataléptico. ¿Creo yo... no sé?
— ¡Esta en lo justo! Es bueno contemplar todos los imprevistos, que giran alrededor de la muerte.
El hombre, que a muchos recuerda, al torvo buitre; hablaba con énfasis, con cada palabra movía el índice, como tratándose de un profesor de primeras letras, lo traía de aquí para allá.
—Todos debíamos estar atentos en esta hora. Estudios científicos, muestran un gran índice de muertes repentinas, sin una clara causa aparente. Yo estoy seguro que si los deudos, de la infortunada victima, obligaran a ciertas autoridades de abrir los féretros, donde supuestamente deberían descansar los restos mortales de alguna persona; encontrarían, para sorpresa de los reunidos ahí, un descubrimiento atroz, terrible. ¿Qué cree usted señor Domínguez, que sea? ¿Qué hallaran señor Domínguez?
En lo primero que pensó fue sin duda la imagen, retorcida de Joaquín Pardave, su rictus de terror, sus uñas arrancadas en desesperada agonía; lenta y absurda.
— ¡BOCA ABAJO!
— ¿Cómo dice, señor Domínguez?
—¡Sí! Boca abajo, en un ultimo respiro de vida, destrozado por quererse aferrarse a ese halito de aire.
—Bien, muy bien. Veo con mucho agrado que hablamos el mismo idioma, por lo cual nos vamos a entender.
Guardo un breve silencio, después se recargo en el respaldo del sillón y continúo:
—Yo tengo la solución.
Ahora veía directamente a nuestro héroe.
—Un ataúd. Único con el sistema infalible de salvación; una maravilla de la mente humana. Único en el mundo, de eso ni una pizca, tengo de duda.
Cruza las manos sobre los papeles que están en la mesita. Como que espera una respuesta, ya muy estudiada. No tarda en escucharla.
— ¿¡Quisiera...!? Verla, claro si se puede...
—Hombre, no se diga más. Si gusta en este preciso momento vamos y lo comprobamos de cuerpo y alma. ¿Qué me dice usted?
—Bueno yo... la verdad; le repito me gustaría... Véame ya no soy tan joven, tengo más de cuarenta... Mi doctor dice, piensa que estoy sano; que tengo muchos años por delante. Pero la verdad sea dicha no creo... No le creo. Yo en ocasiones me siento mal, me duele el pecho, me falta la respiración. ¿No sé, se...?
—Le veo bien... Pero claro le repito, la muerte es cínica, no tiene palabra; llega cuando menos uno la espera. Aunque, como lo hemos visto muchas veces no se trata francamente de muerte fulminante; si no simplemente de un mal diagnostico, usted me entiende.
Un brillo de elocuente complicidad se asoma de los ojillos del funerario.
—Mis parientes, obviamente me tildan de loco, de un paranoico esquizofrénico... o un tonto nada más. Por eso mismo yo desearía que ellos no sé... enteraran. Odiaría entrar en detalles, discusiones vanas y... ¿Me comprende?
—¡Claro, por supuesto! Para mí es de esencial interés la discreción, no se puede ir por el mundo, divulgando los secretos de todos, no, no; es importantísimo la discreción para estos casos.
A decir esto ultimo se acerca mas al oído del señor Domínguez.
—Usted puede designar a quien o a quienes dejar el encargo de activar el extraordinario sistema salvador. O si lo prefiere, el relegar tal misión, por la delicadeza del mismo, A mi persona. ¿Cómo ve, mi querido señor?
— ¡Formidable, excelente! No hay mas que decir, vayamos a conocer tan loable concepción.
—¡¡Hee... este!! Mire, la verdad, en este momento me es un tanto difícil complacerlo. La agenda de trabajo, usted sabe, los clientes; voy aquí, voy allá. Estoy saturado, completamente de obligaciones impostergables. Créame señor Domínguez, me da harta pena, pero hoy es imposible para mí, no lo engaño, créame... Por otro lado, no se si sea conveniente... El costo de mi invento.
Ahora juntaba los dedos y con el pulgar los contaba, la misma operación repitió con la otra mano. Ante el cambio repentino que tuvo la plática de aquel, el señor Domínguez, no objeto nada; al contrario se avivo a preguntar con cierta tartamudez:
— ¿Cuánto vale? ¡Si no le parece molesto el revelármelo! ¿Aunque sea un mínimo acercamiento...? Se lo pido; se lo ruego...
—¡Ayy señor Domínguez, señor Domínguez! ¿Qué le puedo decir yo? Créame, en serio se lo digo. Usted es una persona muy simpática, muy humana; esto de los pesos y centavos, es medio penoso. Un poco... ¿Qué diré? ...Un poco embarazoso. Pero mire seamos francos.
Al momento saco una libreta, llena de garabatos incomprensibles, por las múltiples tachaduras y borraduras. Paso a una hoja, un poco más limpia, escribió un solo número con muchos ceritos a su derecha. Se la mostró al señor Domínguez; la observó por largo rato. Meditabundo se rascó la sien derecha; de pronto su ojitos claradiosos se fueron haciendo chiquitos...
¿Creo que lo vale? ¡Que digo, lo vale!
Se repitió como otras cuatro veces mas. –Lo vale, lo vale, y lo vale. Si lo vale.
El enigmático hombre de negro, se levanto del asiento; dijo unas cosa mas y sin más se dirigió a la puerta de salida. El señor Domínguez iba tras de el. Cuando se despidieron escucho decirle:
—Para tener todo preparado yo le hablo, dentro de una semana. Aquí tiene todos los pormenores “de nuestro asunto” Mucha discreción señor Domínguez. Este invento revolucionara la ciencia; poniendo entre dicho al mundo médico. Esos charlatanes que se enriquecen de nuestra propia ignorancia.
Término sentenciando el señor Matías Cicerón, que bien se pudiera traducir como “matas sin ceros”
No paso una semana; paso más de un mes, cuando recostado en el mismo sillón en el que tuvo esa extraña entrevista; alguien llama a la puerta; era un mensajero pagado, traía una notita con una bravísima inscripción, abajo firmada en cursiva. Matías Cicerón. C. S. Suspiro aliviado, lo esperaba, ansiaba esa llamada, hace ya mucho tiempo, que no se sentía bien de salud, los doctores a decir de ellos, no encontraban la causa física de esos malestares, le habían realizado innumerables estudios, sin dar del porque de esos malestares hepáticos, renales y del corazón. Al juzgar de ellos, estaba en buenísimas condiciones de salud... Sin embargo, él sentía eso y más; un verdadero costalito de calamidades. No perdió mas tiempo, marco enseguida el numero telefónico, que venia en la tarjeta. La voz que lo atendió, era la del mismísimo señor Matías Cicerón; le dio hora, día y lugar de su nueva cita.
SEGUNDA PARTE:
—Observe señor Domínguez, estamos ante un ataúd convencional... Eso al menos pudiera pensarse a simple vista. Pero observe un poco mejor, aquí, exactamente en esta parte; donde se extiende la cabeza ¿Ya vio?
—Es cierto hay una lucecita.
—¡Ciertamente! Esa lucecita sirve en todo momento. Una eficiente batería como las que usan los celulares de nuestros días; prestan energía por mas de tres días, que digo tres días, una semana entera. Eso solo para cuando se selle la caja. Ahora mire aquí, a la altura de donde normalmente descansan las manos. ¿Ya toco?
— ¡Ooh sí! Unos botones.
— ¡Pero no! No simples botones. Acciónelos con cuidado y acerque un poco la nariz. Aquí, donde esta la luz permanente... ¿Qué siente?
— ¡Aire! Es aire...
—...Oxigeno, oxigeno puro; vital para la supervivencia de cualquier ser vivo. Contamos con un cilindro de tres kilogramos de oxigeno puro; con una duración aproximada de...
Torció la boca, el emocionado funerario.
— ¡De cuarenta y ocho horas! Claro que podemos poner un auxiliar más; pero creó suficiente con este, por la razón, que solo es activado de manera manual. Esto nos da un amplio margen de sobrévivencia, más que garantizado... Eso son pequeñeces. Observe ahora aquí, de lado contrario, ve este botoncito rojo; pues este botoncito rojo esta conectado a un cerebro electrónico, en este mismo lugar.
Camino hacia una consola de aparatos con encendidas lucecitas multicolores, muy llamativas, parecía un set de alguna película clásica del enmascarado de plata
— ¡Pulse ese botón! Querido amigo.
Le grito desde donde estaba, así lo hizo. ¡ Bum! ¡Bum! ¡Bum! Sonó por todo el local. Las lucecillas parpadeaban con loca insistencia.
—¿Ya lo vio? Esto que parece tan sencillo tiene implicado un localizador satelital. No importa el lugar donde haya sido el... ¡Humm! ...La inhumación; en menos de 24 horas usted será localizado, por ende salvado. Hemos deseado... Bueno mas bien; como prueba que usted me cae muy bien, tanto en la parte de arriba, esto la cabecera, hay sendos botones activados; uno mas auxiliar por un impedimento físico. ¿O que sé yo? Justo a los pies, si con solo mover la punta de un dedo.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!- Volvió a sonar el moderno sistema de salvación.
–Usted esta a salvo... Pero eso no es todo mi amigo... ¡No, no! Es importante que exista una comunicación permanente entre victima y rastreador, por lo cual... –Y saco del cojinete, donde descansa la cabeza una pequeña, cajita gris, semejante a un teléfono celular. Se lo entrego a su cliente; un botón verde acciono:
–Bueno, bueno. ¿Me escuchan?
“Bueno, bueno. ¿Me escuchan?” Repitió una bocina a un lado del panel de controles o cerebro principal como indicaba el viejo zopilote del funerario.
— ¿Qué le parece a usted, mi amigo? ¿Valió la pena esperar un poco?
— ¡Ya lo creo! ¡Es... Es... Fabuloso!
No cabía de gozo el pobre hombre. Extasiado veía la caja salvadora.
—Y bien, todo esto. El mecanismo, esta completamente garantizado... Es una lastima que aun, no quieran darme el numero de patente. De lo contrario ya tendría certificado de calidad, por simple rigor. Pero bueno, esos son solo detallitos; lo que vale, es que usted mismo lo certifique, lo compruebe y por ultimo lo pruebe.
—¡Ya lo creo! ¡Me lo llevo! Quiero decir. ¿Cuál es...? ¡O mas, bien el paso siguiente!
— ¿El paso? Es sencillo, para que me entienda; por ser un artículo, digamos un poco, no convencional. Usted comprende. Seria inmoral de mi parte, exigirle el reembolso total, en una única remesa; no, eso no seria ético ni profesional. Lo que haríamos, seria firmar un contrato, estipulando la cantidad concertada y cómo ser saldada, para lo cual usted se compromete a dar el 35% de su valor como anticipo; el resto en pagos mensuales, calculados por un espacio de 3 ó 6 años, con un monto calculado, debido a la fluctuación de la tasa moratoria de un 7% a un 10% de recargo... Para darle un carácter de seriedad y sobre todo un respaldo mercantil, tanto para usted como cliente, igual para mí en calidad de prestador de servicio, traigo un block de letras o pagares, que iré entregando, por cada pago a cambio. Así mi querido amigo tendrá todos los comprobantes, que un dado caso necesitara para cualquier aclaración pertinente, de su parte. Obviamente todo este papeleo son puros legalismos; nada del otro mundo. Ya se imaginara usted señor Domínguez, pequeñeces, sin animo de no cumplir con nuestras obligaciones empeñadas.
El señor Domínguez se hallaba hechizado, como si muy remotamente solo se tratara de un sarcófago, vistoso sí, pero de ahí a otra cosa; al menos fuera, un potente carro deportivo o todavía más importante una casa. Estaba fuera de sí; firmo un cheque con la cantidad solicitada, dos talonario de letras, sin una cantidad especifica. Hasta una carta de responsabilidad comercial. Firmo y firmo cuanto documento le puso enfrente; sin leer cláusulas, ni detalles, ni nada. Tímidamente pregunto al negro buitre:
—... ¿Me lo puedo llevar?
—Señor, señor Domínguez. Yo que más quisiera. ¿Dónde lo colocaría, señor Domínguez? El mecanismo activado, es muy complejo y delicado... Pudiera ser comprometedor, sus parientes, acuérdese de la discreción tan importante...
Y bueno estamos hablando de un adelanto del 35%, que no es ni la mitad de la factura total. La verdad no creo. No creo que sea posible. No al menos en este momento, pero sin duda es suyo desde ahora.
El pobre señor asintió con la cabeza. La astuta palabrería del funerario, persuadió de todo regateo posible. Aún así su conciencia quedó perfectamente tranquila.
Se quedo contento de haber pactado el negocio de su vida. De adelante estaría tranquilo. Podía ser diagnosticado muerto mañana mismo; él contaba con el único sistema de salvación instantánea, un poco caro, tal vez lo triple de unas pompas fúnebres normales. Pero lo suyo, era único. Y eso le daba el respiro de seguir viviendo, con la muerte a cuestas.
FIN
28 JUNIO 2003 Mario Archundia C.[Imargen=][/Imargen]
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