Te dediqué, Josgarmon, este texto —la primera vez que lo publiqué— por haber sido la contestación a tu reto. Ahora lo hago porque me halaga que lo recordaras.
Se llamaba Ivette. Yo la había contemplado durante horas y horas en la playa, como se mira a una obra de arte cuyo fin fuese ser admirada de lejos. Se acercó a mí una tarde cualquiera y me invitó a cenar en uno de los más lujosos restaurantes de la isla. No te preocupes por el dinero, pago yo, dijo, y ahí me tuvo usted, con una camiseta sucia y unos vaqueros desgastados, frente a frente a un sueño de mujer, quince años mayor que yo, y con todos los atributos necesarios como para volver loco a cualquier hombre experimentado.
Pidió mariscos, lenguado y vino blanco. Hubiera preferido la paella de mi madre y un refresco pero, a decir verdad, hasta una hogaza de pan hubiera sido bien recibida en esos momentos.
La cena fue una ceremonia sagrada, el ritual de una diosa ante un único feligrés. Primero nos sirvieron ostras dormidas en lechos de hielo que fueron despertadas por zumo de limón. Su carne gelatinosa apenas se levantó, bajó, volvió a levantarse, en un ataque de gusto por llegar a la boca de Ivette, una hermosa boca con dientes iguales y alineados, con lengua rosa y húmeda; una hermosa boca que sonreía en una hermosa cara. Yo miraba embobado su blanca sonrisa, que también me miraba, cantaba, se cerraba, se abría y me hipnotizaba. Las ostras eran encerradas, una a una, y con cuidado y lentitud, en ese cofre de tesoros ocultos y pensé que, con su movimiento, le irían haciendo cosquillas en el paladar. Las mías se mantenían quietas y babeantes, no tenía ninguna gracia comer escupitajos rígidos, y las dejé en el plato. ¿No te gustan?, me preguntó la anfitriona. Son afrodisíacas, pero, como todo lo excelente, o lo adoras o lo odias prosiguió. Yo no conocía la palabra que empleó y tuve vergüenza por sentir asco de un alimento tan aventurero como para viajar desde Africa hasta Ibiza en barcos de nácar. Luego, nos sirvieron nécoras de patas retorcidas, embaladas en corazas y con negros ojillos que me decían: Venga, chico, atrévete a comerme el corazón. Ella cogía delicadamente unas tenazas y rompía la armadura. Cri cri era el ruido que se oía en la batalla con las corazas rojas, un cri cri precioso antes de ser destrozadas. Intenté imitarla pero no salió bien, los instrumentos se deslizaban de mis dedos y las nécoras resbalaban por el plato muertas de risa. Hubiera podido romperlas cogiéndolas con las manos y triturarlas con mis dientes, pero allí y en esas circunstancias, no hubiera sido correcto. Segundo plato que se quedó sobre la mesa, intacto. Mientras ella bebía el vino blanco en elegantes sorbos, a mi me quitaron el plato sin probarlo Cuando sirvieron el tercero, el nudo de una corbata invisible me impedía tragar hasta la saliva. Me entretuve mirando como Ivette, con una pala y un tenedor, cortaba en una línea segura y recta, como de arquitecto profesional, el centro del lenguado; separaba su carne limpiamente, alejaba de ella las espinas e introducía su compacta carne en una boca apetitosa, aún más que el pescado, y que, cerrada, apenas se movía para masticar. Cuando llegó el turno del postre, me pidió que lo eligiera; no lo acepté, contestándole que no tenía apetito. Mis tripas, en ese momento, chillaron con todas sus fuerzas, yo me mantuve obstinado para poder educarlas. No se podía premiar con un helado de chocolate a las que habían desdeñado el suculento alimento anterior haciéndome quedar en ridículo. Hasta el pago se hizo de otra forma a la que yo acostumbraba. Dejó la cantidad dentro de una carterita negra y, antes de que cerrara la tapa, vi el dineral que había costado la cena y la opípara propina que acompañaba a la factura; yo la hubiera dejado bien visible y desparramada sobre la mesa.
Me condujo, una vez que finalizó la cena, a su casa. En el camino rozó mi cara y mi pierna con mil excusas. Adivinaba en el trayecto el giro del volante para adelantarme a una leve caricia y odié el coche que conducía, moderno, por no tener marchas que propiciaran roces más íntimos. Pronto supe que mis modales le importaban poco, fue en el momento en que sentí su mirada insistente a mi entrepierna que, hinchándose, la retó a duelo. Allí estuvo su mano, en el volante y en ella, por turnos.
Cuando entramos, no hubo preámbulos. En el salón, su mano se deslizó bajo mi camiseta y con un trote delicioso llegó hasta el pene que no cabía en sí de gozo. Me sentí muy orgulloso de los modales de mi entrepierna. Fui algo brusco, pero ella atemperó mi rapidez con expertas caricias que hicieron que el placer subiera por las cortinas e impregnara la habitación de olor a sexo.
De madrugada me rindió el sueño y me quedé recostado en el sillón, que había sido trono de ángeles, dormido profundamente. Con el ático de mi cabeza lleno de ella, con el sótano satisfecho y el primer piso del corazón, feliz.
La embriaguez del alcohol ingerido a toneladas y los dulces sueños por la experiencia de Ivette hicieron que no despertase hasta muy entrada la tarde. Lo que encontré, cuando abrí los ojos, fue un salón aséptico, unas arcadas intermitentes, un persistente dolor de cabeza y un cuadro de enormes dimensiones, frente al sillón en el que yo estaba echado, donde un hombre (anciano, delgado, vestido con un traje gris cruzado y con una de las manos reposando en un libro antiguo) me reprochaba la noche anterior con la mirada.
Me instalé en esa casa sin equipaje, con mi sucia camiseta y mis gastados vaqueros como único patrimonio. Ivette, esa misma tarde, me compró el ajuar de novio: camisas, pantalones, mudas, sandalias y una colonia que olía a pachulí y a vicio. En los días sucesivos, lo intenté pagar con piropos, mucha potencia y chistes diversos. Nos reuníamos, cada dos por tres, para forzar el límite. Algo de droga, mucho sexo y litros de alcohol fueron nuestros entretenimientos en esos encuentros en las que las carreras estaban ganadas de antemano y los laureles de vencedores esperándonos. Después de horas de placeres prohibidos, la miraba, tendida y borracha, y se renovaba mi deseo por hacerla feliz ¿Quién no lo hubiera hecho al contemplar aquella cara bella e inocente? La vida dejaba caer sobre esa casa todas sus bendiciones.
Finalizado algún tiempo, se fue acortando la duración de la noche para ampliársela al sol. No me gustó nada el cambio pero aguanté como pude. Intenté hacer crecer el placer con técnicas más perfeccionadas, acometidas más lentas y caricias más expertas, pero algo había en el ambiente que hacía que Ivette se me escapase, algo flotaba en el aire que la distraía. Fue cuando en un rincón de la habitación donde, desde hacía días, citábamos nuestros encuentros, distinguí una pequeña brasa que, a modo de las luces de los locales de alterne de un barrio poco respetable, se encendía y apagaba para que se advirtiera su presencia. Me incorporé de un salto, olvidando mi ejercicio diario, y fui hasta ella. Sentado en un sillón de ruedas estaba el hombre del cuadro, con un anillo brillante entre los dedos que sostenían, blanda y levemente, un cigarrillo.
Mi impulso inicial fue levantarlo y tirarlo por la ventana, me lo impidió su mirada: oscura, indiferente e hipnótica. Aquellos ojos no estaban sorprendidos ni avergonzados, eran los ojos de los poderosos, de los que se saben a salvo de cualquier peligro, por encima de cualquier mortal. Ojos de vencedor.
Ivette me lo presentó: Es mi marido y, desnuda como estaba, se aproximó a la sombra para acariciarla. No sé qué pudor me obligó a taparme apresuradamente. Cuando una de mis piernas había entrado ya en el agujero del calzoncillo, la voz del viejo, como una carcajada cruel, me detuvo: Sigue muchacho, no se te da mal y, en ese momento, las estrellas se apagaron para mí y el aroma de la perversidad impregnó la habitación. El inválido siguió fumando con su mujer al lado besándolo y esa noche no pasó nada más, corrí a mi habitación para pensar hasta la madrugada cómo salir airoso de esta situación sin perder a Ivette. Me había enamorado.
El matrimonio solucionó el problema la mañana siguiente. Un magnífico desayuno, una extrema amabilidad, la magnífica conversación de él y la provocación de ella hicieron que, una vez satisfecho el estómago y alegre el espíritu, a mi pudor no le importara un revolcón, con la mirada del viejo como fondo, y a mi se me olvidara su imagen de espectador.
Se llamaba F.J. y había sido diplomático, financiero y miles de cosas más antes de su inmovilidad forzosa en la silla.
Aquel hombre, anciano y paralítico, cuando hablaba se transformaba. Unía una frase a otra con tanta gracia como lo hacía con su argumentación. Las palabras empleadas, sencillas o sonoras, las colocaba en el punto justo del discurso. En las reuniones a las que asistíamos, era audaz en sus comentarios, profundo en la disertación y siempre ameno, además el acento francés llenaba de música su conversación y, al oírlo, a ti no te quedaba más remedio que admirar su retórica, sus ideas y a él con ellas.
Estaba acostumbrado al placer, intelectual y carnal, y, a falta del último, ponía todo su interés en el primero, pero en la Ibiza de aquellos años nos quedábamos todos en el exterior, no estábamos para sutilezas, así que yo veía a F.J. hacer esfuerzos denodados para que alguien siguiera su juego, lo rebatiera o lo contraatacara y, de esta forma, tener un pretexto para destrozarlo. Ese anciano había visto todo, probado todo, pensado y vivido todo ¿qué le quedaba?: sólo un pasado, me temo, que no cumplía con sus expectativas y yo contemplaba sus duros ataques con refinadas palabras y la retirada estratégica, por miedo o ignorancia de la batalla, de los demás. Por más que se empeñaba en lanzar sus burlas, (ocultas en elegantes y brillantes ironías, complaciéndose en demostrarnos que no podríamos llegar a su altura intelectual ni disfrutar de los placeres que él había gozado) nadie se atrevía a declararle la guerra. F.J. sabía empuñar la palabra, defenderla y hacerla triunfar siempre frente a los demás.
Aún hoy no sé como encajar las relaciones paralelas de su mujer con los muchachos en el puzzle de su personalidad, qué extraño placer le impulsaba a ser un “voyeur”. Puede que Ivette, como el resto del mundo, le importara un bledo.
Ahora recuerdo aquellos días con la misma sonrisilla que ponía el viejo cuando nos contemplaba. Cada vez nos parecemos más.