…en otro tiempo, el Diablo estaba a punto de morir. Dios se acongojó: sin el Demonio sería sólo la mitad. Fue entonces cuando Dios acudió a curar a su eterno enemigo. El último vuelo del flamenco, de Mia Couto
Se despierta de golpe, como si alguien hubiera pronunciado su nombre. Mantiene los párpados cerrados. El silencio huele a sueño. Ha dejado de llover. Un camión resuena en una calle lejana. Desde el ala del edificio donde duermen los enfermos, toses dispersas ahondan el sosiego abovedado del convento. Bocarriba, bajo la sábana, con los puños contra la barriga, siente la misma inquietud que le ha provocado el insomnio al acostarse. Una sensación vaga de culpabilidad, de escurrir el bulto y de orillar responsabilidades que la ha mantenido desvelada largo rato. Abre los ojos. Dos mariposas que flotan encendidas en un tazón de aceite junto a una foto de Dios mantienen el cuarto en penumbra.
Al cabo cede a la llamada, al reclamo que le ha reverdecido como un renuevo en el corazón. Los dedos se relajan en su vientre, bajo el camisón, y se acaricia hasta alcanzar el orgasmo. Pero no parece mucho, una sacudida ligera, como un pecado por omisión, insuficiente, así que repite el acto con más dedicación, con las piernas abiertas, el pubis descubierto, mirando el movimiento rítmico de sus dedos. La lujuria se enciende, arquea las caderas, se muerde los labios y comprende que ése es el camino.
No siente la culpa con la que alguna otra vez ha ido corriendo a confesarse. Al contrario, un aliento audaz la empuja con una determinación luminosa, sin sombra y sin duda, hasta el final. Reflexiona un rato, inmóvil. Busca el bacín debajo de la cama. Al día siguiente, el Vicario del obispo oficia la misa anual en honor a la patrona y en ese momento, acuclillada sobre el orinal, comprende el plan que le ha sido reservado.
Se coloca el hábito y sale al pasillo en calcetines, silenciosa. En la cocina, un haz de luna que se cuela entre los cipreses le permite moverse en las sombras, sin que ninguna luz que traicione su presencia. Al otro lado de la ventana, el patio interior, bordeado de un seto ralo de boj y esporádicos rosales, está salpicado de charcos. Porciones de luna se reflejan en el agua, como si se hubiera estrellado contra el suelo. Se sienta en el borde de una silla, cerca de la mesa y, ensimismada en la transparencia del cristal, sin prisas, se va atiborrando de rosquillas y yemas de San Leandro, de pestiños de naranja y huesos de San Froilán, y del resto de delicias preparadas para agasajar a su Ilustrísima y a su séquito en día tan festejado. Come tanto como puede y aún dos hojaldres más. Se lleva un vaso de la alacena y un buen puñado de rosquillas de anís, que dejará para mañana. En su cuarto, llena el vaso hasta la mitad con parte del líquido del orinal y encamina sus pasos a la sacristía con la delicadeza y el empeño con que la primavera se abre paso en la dura corteza de los leños invernales.
Esa tarde, el párroco había bendecido el agua del acetre que usaría el Vicario para salpicar a los fieles durante la liturgia, y en él derrama parte del contenido del vaso. En la pila de agua bendita de la entrada vacía el resto. Un inesperado susurro entre los confesionarios la alerta. Se acerca como la sombra de un aliento donde una uña parece rascar contra la madera. Un par de ratones asustados corren como centellas pegados al rodapié y se pierden en un agujero invisible. Se sujeta el grito con la punta de los dedos y se palpa el corazón, que late con el trote vigoroso de una manzana verde. Lo apacigua siseándole como a un bebé asustado.
De vuelta a la cama no pone freno, como otras veces, a los pensamientos que la visitan inopinadamente sobre la relación que Santa Teresa había mantenido con el Verbo Hecho Carne. No puede evitar un atisbo de celos cuando imagina los delirios amorosos de la Santa con un Jesús inaccesible y cómplice. Se entrega al deseo descarnado de alcanzar parecidos éxtasis, y sólo se detiene cuando una sombra de odio le estremece el desasosiego. Siente que su entereza desfallece. Frena el instinto de santiguarse y la mano cae herida sobre la almohada, las uñas desmayadas en la frente, el pelo entre los dedos. Se enreda un mechón en el índice, pensativa, y procura serenarse mirando los huecos oscuros que los pabilos de las mariposas hacen palpitar en las esquinas de su cuarto. Cercana el alba, con el tirabuzón enroscado en el dedo, se queda dormida.
Una hermana se apresura por el corredor con la mirada en el suelo, como tiene por costumbre. Las punteras redondas de sus zapatos asoman alternativamente por el borde del hábito. Golpea la puerta del cuarto y alza la voz, apremiándola: que la madre superiora la manda llamar porque es la única que, incomprensiblemente, y más en día tan señalado, falta a Maitines. Quejumbrosa, una voz entrecortada le contesta del otro lado de la puerta que una indisposición inevitable, y espera que momentánea, le impide asistir al gozo de la primera oración, pero que estará con ellas en cuanto se recupere, y que no, que no se preocupen, que no necesita ninguna atención, que se le pasa enseguida.
Las monjas, efectivamente, se despreocupan, abrumadas con los últimos retoques, y ella puede remolonear en la cama hasta bien cuajada la mañana. Abre la ventana. Un aire recién lavado le dibuja el calor de la silueta y deja un rastro de pájaros y expectación, de voces festivas que la hacen sonreír. Arregla la cama, se prepara despacio, con limpia decisión. Busca los rosquillos que había guardado durante la noche y se los va comiendo apoyada en la jamba de la ventana, absorta en la transparencia del día, mientras suena el segundo toque de llamada a misa.
No le confiesa al párroco que no va a comulgar en ayunas, ni ninguna otra cosa que no sea que dos días de esa semana había olvidado pedir en sus oraciones por los infecciosos. Obtenida la absolución, se acomoda con las hermanas a la derecha del Altar Mayor, en la capilla de la Santa Cruz, como siempre que se prevé una gran afluencia de fieles. De rodillas y con las manos anudadas contra la barbilla, la sorprende una mezcla de inquietud y alborozo al descubrir un rastro de agua bendita en la frente de un devoto: es su marca, su rastro en cada feligrés que se santigua al entrar. La emoción la eleva unos milímetros por encima de pavimento cuando los sabe a todos ungidos con ese lametazo impuro y, casi en estado de gracia, se reconcilia con un poder que es malo y bueno a la vez; equívoco, pero irremediablemente cierto.
Sustituyendo al acto de la penitencia, el Vicario bendice un puñado de sal que diluye en el acetre y se rocía a sí mismo con el hisopo, después a los clérigos que lo acompañan, y finalmente asperje el agua por el pasillo central para que alcance al mayor número de fieles. Ella se cree morir cuando la hermana que está a su lado lame con la punta de la lengua una gota que le cae en el labio superior.
En la eucaristía, mantiene la hostia en vilo dentro de la boca, sin rozar las paredes de la cara ni el paladar, y en ese momento, de hinojos y con el rostro escondido, decide hacer algo más definitivo que digerir el Cuerpo de Cristo junto con la masa pecaminosa de los rosquillos: mastica con decisión la oblea, la tritura y, antes de que se pierda entre los dientes y se escabulla garganta abajo, agrupa los restos y los deja caer con un hilillo de saliva al pavimento. No sabe si puede caber mayor ofensa. Mira los restos masticados en las losetas, y se le ocurre que en cuanto se vacíe la capilla, los ratones se disputarán el presente.
Sabe que la avaricia y la ira no las puede alcanzar: ha hecho lo que está en su mano y nadie, ni aún Él, puede exigirle que sienta lo que le es imposible. Cuando vuelve al asiento el cuerpo se le deshuesa, se desmaya despacio y cae como dormida sobre el hombro de la hermana.
Dedica su ronda a los pacientes más críticos. Por la tarde, no sólo se ha repuesto completamente del desvanecimiento eucarístico sino que pide a la encargada de planta que la deje atender a los terminales con erupciones hemorrágicas, el sector de infecciosos que socavaba con más insidia la entereza de las hermanas. El resto del día, una sonrisa invisible en el fondo de sus ojos apacigua la angustia de los enfermos. Drena y limpia el absceso doloroso a un infectado sin que éste emita la más mínima queja. Antes de seguir la ronda, le pregunta cómo se encuentra. El hombre le dice que cuando Dios caiga enfermo, tendrá que ser su enfermera. Ella no se permite el menor gesto, pero una sacudida invisible la estremece.
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