Seguro que os suena, pero me prestaba tenerlo aquí.
ESCRITURA MANUALLeí el otro día que la escritura manual ayuda a reflexionar, a fijar conceptos y a tomar decisiones con mayor seguridad. Y aquí estoy, escribiendo esto porque necesito pensar sobre qué significan esos segundos de más que hay en su sonrisa cuando soy yo el que le pide que eviscere los lenguados y me los ponga en filetes. La observo todos los días mientras hago la compra. Y compruebo que, cuando es otra la persona que le hace esa petición, aparece en ella un rictus de mala gana. Como el otro día, cuando aquella mujer que me precedía en la cola, le pidió que le limpiara los bocartes. Porque no los limpió, no, arrancó las entrañas a aquellos pececillos y dejó que los restos estrellados resbalaran lentamente por los azulejos de la pared hasta el cubo de los desperdicios. La observaba y no era la misma que minutos más tarde usó el cuchillo con habilidad, casi diría con ternura, para, limpiamente y con esmero, sacar dos lomos a la merluza que, en mi turbación, primero le pedí en rodajas. No importa, —me dijo— te la preparo como quieras. Esto es lo que hago escribiendo a mano: reflexionar sobre en qué puede estar pensando mientras afila el cuchillo, mientras elimina las escamas de ese pez que apoya sobre sus muslos al tiempo que no deja de mirarme. Compro más pescado del que como sólo por ver cómo elige para mí la mejor pieza, por el placer de ver cómo le pasa la mano enguantada por el lomo mientras me pregunta de qué forma tengo pensado prepararlo y me sugiere esa especia o ese toque que hará de la salsa algo distinto. Y me gasto allí lo que no tengo, esa es la verdad. Le pido almejas sólo por el vicio de ver cómo ella estimula esos piquitos que le sobresalen de las valvas para demostrarme lo vivas que están. Le pido centollos y andaricas y todos esos bichos sabrosos, feos y carísimos que se revuelven en sus cestas. Porque todo me lo ofrece atenta y yo lo compro al precio que me pida. Ayer, por fin, escuché de su boca que era su mejor cliente. Nadie más había en la pescadería. Alargué la mano para coger la bolsa y tentado estuve de rozar la suya. Pero no. Al fondo, en la cámara frigorífica, trajinaba su marido, y desde allí, oí cómo al creerla sola, le pidió le reservara un salmonete para la cena. Y entonces la vi tantear entre el pescado y elegir el más grande y coloradote. Apartándome la vista. Y pienso que, tal vez, ella dude todavía. Que no esté preparada. Y yo deba esperar aún un poco más. Pero no sé cuánto podré aguantar. Esta mañana me he encontrado sobre la mesa la carta de despido que venía barruntando. Estaba escrita a mano, la muy puta.