Tu pelo huele a inestabilidad atmosférica; viento cargado que roza las astas de los toros, chaparrón sobre el parabrisas vespertino que nos ampara, nubes lejanas, sombras de sol en las copas de los naranjos. El botón azul se agarra al ojal y detiene el triángulo del escote, tu piel se abre en abanico. Azahares se agitan, se desprenden, caen, golpean la acera y el techo del coche, breves anticipos de otras lluvias. Tu cuello, la marca roja de mis dientes. En la radio, las notas del saxo se encadenan y separan tus piernas. Beso mi huella, lamo y sorbo tu futuro, más lejano que la muerte. En mi oído, tan leve de tu boca, un suspiro brama subterráneo y hace eco en cavernas asaltadas de espuma. Se dilatan las paredes, se endurecen desde las ingles contra el empuje. Bésame y soy el niño que juega al escondite una mañana. Y soy el hombre que guía tu mano si no me busca, la diestra que baila en la cumbre de tus muslos, los dedos que descubren tu medida bajo la falda. Tu respiración acelera la tarde, o la detiene. Un hombre me mira al pasar y sonríe, como si supiera. El botón se deja escapar, la ola de tus pechos se eleva, volcanes marinos de cimas rosadas contra mi boca. Olor a ti, sabor a ti. El incendio del crepúsculo se derrama sobre los puentes del río, vivo, como los latidos de tus labios. Los muerdo, mi amor, y te quejas un momento.
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