En esa ocasión, como en tantas otras, Rubén se sintió defraudado. La vida, que él consideraba gratuita, no lo era tanto; nunca lo fue. Una creencia que su madre le hizo tragar, para amortiguar en algo tantas carencias y sufrimientos como soportaban diariamente ella y su hijo.
Desde niño vivió con esa errónea idea del mundo feliz. Que se llega a base de esfuerzo, dedicación y de partir una que otra cara en el camino; pero en esa ocasión fue distinto, se trataba de un sentimiento que crecía dentro de sí mismo. Un sentimiento del que ni su vieja madre le advirtió en lo que ella llamaba "lo que debe ser un hombre". Buscó y rebuscó un punto luminoso en su andar por el mundo, un vestigio que lo ayudara a encontrar al menos una pista para lo que se agitaba en su pecho, que invadía su mente y su pensamiento. Muchas veces midió sus fuerzas contra el más fuerte, o el más cobarde; muchas veces se tuvo que levantar, o permanecer por varios días postrado en sus dolores y penas.
Pero lo que sentía era completamente diferente. "El amor toca a tu puerta", le dijo Carmelita, la portera de la vecindad, abuela de multitud de chamacos todos parecidos a ella, que Rubén creía que, lejos de ser mujer, era una factoría que maquilaba a seres, todos iguales, en un molde irrompible. El amor toca a tu puerta. Rio con desgano. ¿Qué es el amor? Cuando murió su vieja, la lloro mucho, pero su madre le enseño que ése era el destino de ella y de todos…
Susana, una chiquilla de diecisiete años que un día cualquiera llegó a su taller, bajo su uniforme escolar se cubría una mujer llena de vida, alegre y coqueta. Rubén quedó deslumbrado. Mujeres conocía a muchas, tampoco era un completo ignorante en las cuestiones de este tipo, pero no sabía, o no podía reconocer, esos calores internos que experimentaba cuando estaba cerca de la muchacha. Cuando una mujer lo atraía, le venían unos raros espasmos entre las piernas, un oleaje de gratos calores subía y bajaba de su vientre a su pecho… De ahí, un solo paso para revolcarse en la arena del placer físico. Cosa que no sentía con Susana, al tenerla cerca era otra cosa, ¿cómo definirlo?
Enfrascado en su trabajo, oficio que heredó del tío Honorio, es lo único que sabe hacer: zapatero remendón. En una ocasión Susanita se presento en el taller con un par de maltrechas zapatillas blancas, propiedad de la madre. Rubén quedo prendado de la bella y graciosa figura de la chica. Las zapatillas en cuestión no tenían remedio y de tenerlo, su costo hubiera sido casi el mismo que adquirir unas nuevas. A punto estuvo de confesarlo, pero tan impresionado estaba por la pequeña Susanita que guardó silencio.
Pactó un precio convencional y le dijo que pasara otro día; que con seguridad ya estarían para entonces. Cuando le acercó la nota de los gastos sus dedos rozaron la mano de la morena muchacha. El hechizo se completó; ya nada podría separar su vida de la de esa mujer.
Cuando recogió las zapatillas, la joven quedó maravillada del excelente trabajo del zapatero, la verdad lucían mejor que nuevas. Pagó y se despidió con una sonrisa; para Rubén, fue el mejor pago que podía recibir.
A la semana regresó nuevamente Susanita, traía sus propios zapatos; las cintillas que se sujetan a los tobillos estaban trozadas, además ya urgía un cambio de tapas, labor menor que no significaba ni tanto esfuerzo ni tanto gasto. Pero el zapatero insistió en que los dejara y que al día siguiente pasara a recogerlos a esa misma hora. La chamaca accedió.
Esa noche no descansó, pasó todo el tiempo trabajando. Cuando ya en la tarde arribó por su encargo, le entregó unos relucientes zapatitos de muñeca, finos y pulcramente terminados… Por supuesto que Susanita replicó que esos no eran sus zapatos, los suyos eran aquellos que estaban justo debajo del altar guadalupano. "¡Ya no! Ahora los tuyos son estos; aquellos, por desgracia ya no sirven; no aguataron la reparación. No te preocupes, es el mismo pago: cincuenta pesos", le dijo.
Por más que insistió en convencer al hacendoso zapatero de la imposibilidad de esa rara transacción, no tuvo más remedio que aceptar los nuevos zapatos, en reposición del “gravísimo error” de Rubén. Se marchó con otra sonrisa dibujada en su bello rostro.
Nunca se enteraría de que los zapatos de sus pies se convertirían en el fetiche que acompañaba en sus noches de soledad al zapatero. Ahora ya no dormiría solo, los zapatitos y la sonrisa grabada de Susanita siempre acudían a la cita.
Por fin se animó a traspasar esa leve línea de los deseos contenidos ya de días. Cerró temprano y se dirigió a la casa de Susanita; antes compró un pollo rostizado y bolillo. Sudaba, intensos escalofríos recorrian su ser, esta era su primera vez y se sentia raro, ajeno a sí mismo. A sus cuarenta y cuatro años, eran casi inconbibles tales temores.
Lo que nunca hizo, ahora tenía la necesidad imperiosa de realizarlo; de joven, mientras sus congéneres vestían a la moda, el siempre de overol, camisa blanca y gruesos zapatos. Su jornada comenzaba con un café desabrido y unos bizcochos ya duros. Su madre, mujer trabajadora, antes de irse le preparaba su desayuno y le dejaba envuelta en papel de estraza una torta de frijoles con arroz, su comida. Trabajaba en el taller del solteron tío Honorio, pariente que, a decir verdad, lo estimaba, pues veía en el joven Rubén al hijo que no tenía. Él y su madre lo educaron para ser un hombre de provecho. El padre de Rubén murió desgaciadamente aplastado en los terremotos de 1985, laborando en una gasolinera, por la calle de la Soledad, cerca del mercado de la Merced, cuando una pared se vino abajo. El pequeño hijo tendría escasos trece años y su tío desde entonces ayudó a su educación, enseñándole su oficio. A su muerte, dejó el taller a su sobrino, que por sus enseñanzas y consejos logro mantenerlo aun en estos días de crisis y pérdida de toda noción.
Así y todo con su pollo y sus bolillos pronto llegó a la casa de la familia Ortiz, donde vivía la muchacha; respirando profundamente sacó fuerzas para mantenerse erguido, ocultando la panza, que se desarrolla por largas horas de estar sentado en una sola posición.
Pretextando que "pasaba por aquí, me dio por visitar a mis clientes, para ver si se les ofrecía algo, la chamba aunque buena...". Después se arrepintió, no fuera que creyeran, que su negocito no daba lo suficiente para sostener a una familia. "¿No se les ofrece algo? A propósito, traigo un pollo y pan, para ustedes", dijo, enredándose la lengua. La madre y la sorprendida hija poco pudieron decir, aceptaron el pollo y despidieron al nervioso hombre que, para colmo de ansiedades, todavía tuvo tiempo para comerter mas pifias: "¿Y su marido cómo está?, si está". Avergonzado y terriblemente consternado salió casi corriendo de esa su primera vez.
Ya en el silencio de su cuarto y frente a los zapatitos, se dio de golpes por su tonta impericia.
Doña Carmelita era la vieja portera de la vecindad, una vecindad que, aun a pesar de muchos y sobre todo de los años, se conservaba casi intacta. Sus dos grandes patios y unos lavaderos comunitarios, que en su tiempo fueron una cristalina fuente porfirista, le daban el aire aristocrático de los años de la bola revolucionaria.
La buena mujer era como una tía abuela para Rubén, pues su madre tenía cinco años de fallecida. Por esa razón nunca se había casado, pues el hijo agradecido siempre veló por su vieja cuando las enfermedades no la dejaron trabajar ni moverse. Sentía que ese era su deber, que debía ser así, aunque la portera tantas veces le recomendó que buscara mujer, pues los años se juntan rápido y cuando queremos, ya no podemos... Él nunca hizo caso, dejandolo para después, como si el tener familia fuera algo parecido a un objeto que se compra o se desplaza así nomás, eso le decía la anciana, pero el zapatero terminaba convenciéndose de que, así como su madre lo procuró, ahora le tocaba a él. Error o no, ahora tenía la oportunidad de rectificar su futuro, deseaba unir su solitaria existencia con la joven Lulu y estaba determinado a alcanzar su propósito.
con la valiosa coloboracion del maestre. panchito
Última edición por pesado67 el 12 Feb 2012 06:10, editado 2 veces en total
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