I
La historia que le voy a contar es para leerla en un entorno como en el que estoy: sentada en un banco cercano a un pequeño lago donde, en el centro, un enorme sauce llorón parece surgir del agua —tan cubierta está la isleta de vegetación— y más allá, entre el césped y los árboles centenarios que me rodean, un roble protege con su grueso tronco y sus brazos cubiertos de hojas a cañas y helechos de variada tonalidad, como una madre cuyos hijos se empinasen para agarrarse a su cintura. A esta hora, el parque está lleno de niños que corren tras las palomas, llaman a los patos con nombres tan dulces como caricias y sus gritos ponen música alegre a un espacio mudo. Siéntese a mi lado, intentaré que participe de la historia; aunque sé que escribirla no tiene el mismo efecto que su representación. Demos forma al relato.
II
La acción transcurre en un pueblo de no importa dónde, en él reside una mujer madura y, por temporadas, su hijo con ella. Hoy la vemos dirigirse a la comandancia de la guardia civil; entra, saluda, dice que quiere poner una denuncia y espera. Un hombre la hace pasar a un despacho y le pregunta el motivo, ella —serena y firme— le responde que por terrorismo de estado y tortura psicológica, él la mira sorprendido y desconcertado, la deja sola y se encamina hacia su superior que entra y le aconseja que vuelva a su casa y visite a un médico. "No estoy loca, sargento, tengo pruebas. Hable con el Servicio de Inteligencia". Vuelven a dejarla sola, ella espera, abre su bolso y saca un libro para leer; pasan dos horas hasta que un tercer hombre la recibe en otro despacho, cierra la puerta y la grita "¿Sabe lo que va a hacer?" "Perfectamente, tómeme declaración". La vemos salir con la denuncia para dirigirse a su casa. Hoy no nadará en el río ni hablará con conocidos, hoy necesita estar a solas con su hijo.
III
Hace más de un año que decidió escindirse en dos mitades: una —de día— alegre y similar a la de cualquier persona, otra —de noche— viviendo su drama.
Si la mujer hubiera formado parte de un grupo, hubiera sido maltratada por violencia de género o víctima de un atentado terrorista, todo hubiera sido fácil; pero lo que le pasaba era un vivencia única dentro de la existencia general y, por tanto, ni escuchada ni creída a pesar de las abundantes pruebas que mostraba; sus allegados volvían la cabeza hacia otro lado como si la conversación sostenida no hubiera tenido lugar, quizás por su propio miedo o por la culpa de tenerlo.
Al día siguiente de haber puesto la denuncia fue a nadar como de costumbre. Dentro del río se convertía en pájaro, volaba abriendo sus brazos como si fueran alas; primero se desplazaba lentamente en el agua como llevada por besos, luego deprisa, tan rápido como para erizar su piel y liberar su interior; ya vestida, se acercaba al parque para tomar un café y ver a los niños jugar, era un placer para los oídos escucharlos y para los ojos contemplarlos; por la tarde hablaba con conocidos y reía, sobre todo reía. Eran los momentos deliciosos de su vida y se precipitaba en ellos como en el río: para dejarse llevar.
Cuando el sol se ocultaba, le parecía que el cielo se convertía en sangre, los reflejos del horizonte pintaban de rojo casas, árboles y calles; luego todo se volvía negro, negro espeso de funeral, y el horror invadía esa porción de tiempo; era cuando se acostaba en posición fetal dejando pasar las horas hasta ver qué noticias traerían. Al alba, sin nada nuevo, se dormía como un bebé al que solo le faltase chuparse el pulgar. Algunas noches, las sombras esperaban a que las luces fueran apagadas para entrar en su casa y luchaban con su hijo —en vigilancia permanente—; el pasillo y el salón se llenaban de sangre y caían uno tras otro, luego eran recogidos por otras sombras y la sangre limpiada. Todo ocurría en silencio —lo primero que la enseñó su hijo fue a no gritar— después, se podía dormir. Otras, él los esperaba escondido en un recodo del portal y los disparos estallaban en el silencio, ella esperaba tras la puerta de la cocina con una Beretta cargada con balas del veintidós, temiendo que esa vez fuera él el abatido. Ella o los vecinos denunciaban, pero no había sangre ni muertos... sólo petardos en la noche. Cincuenta y un atentados en dos años son demasiado para una mujer madura, para un agente secreto también; pero, de día, el aire limpio de la sierra hacía una bola de sombras, sangre y armas, que rodaba lejos de ella; lo bebía y no tenía deseos de morir sino una necesidad imperiosa de vida. Cuando a vida y muerte los separa algo tan delgado como un papel de fumar, se busca ser feliz como se pueda.
IV
La sociedad de cualquier época ha estado dividida en salvadores y asesinos, pero los salvadores de una parte del mundo son los asesinos de la otra; esto lo conoce bien quien los dirige —un gobierno oculto que no se muestra— y la alianza puntual entre unos y otros asesinos le garantiza el poder. En este contexto de simulaciones y mentiras, de dictaduras casadas con democracias, de manipulaciones informativas, doctrinarias, religiosas y económicas; de desestabilizaciones sociales para objetivos concretos, se desvía la atención de los pueblos que toman partido por distintas marionetas —ignorantes o no de que lo son— que, infladas por la vanidad, la concupiscencia o la avaricia (incluso algunas de buena fe), dan visos de veracidad a una mentira global. Cuando conocen partes de algo similar, todos siguen el cliché que otros han creado y se revisten de autoridad para propagarlo, lo más estúpido es que creen conocerlo al completo. Los Centros de Inteligencia son los garantes del silencio, los grandes financieros sonríen mientras se llenan los bolsillos, ya rebosantes; la pirámide poderosa también.
¿Qué puede hacer una mujer madura y demasiado curiosa como para exigir respuestas? ¿Cómo deshacerse de ella si ha tenido un pasado sin mancha y conocido por muchos? Sólo hay dos alternativas: que la consideren demente y sea ingresada en un psiquiátrico o asesinada por sicarios pretextando robo con homicidio; ellos no hacen preguntas, matan y reciben dinero; mueren y desaparecen, ahí acaba todo.
V
No le dejaré con un mal final en este bonito día de verano, escribiré que madre e hijo viven en un lugar ignoto y han rehecho sus vidas.
¿Comprende la razón por la que mi historia debería ser leída en un entorno sereno? Usted elegirá entre su realidad o no; yo, como autora, no se lo preguntaré.