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 Asunto: PERROS MANSOS
NotaPublicado: 15 Jul 2019 05:23 
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Registrado: 28 May 2011 22:51
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Perros mansos
Chucho es el perro mimado del Cuartel porque se pone firme cuando izan la bandera.
Juan le acaricia la cabeza y le dice bajito “Chucho, bueéno Chucho” mientras los demás asienten al Sargento, hasta que la voz del Sargento es para Juan, y anuncia que esa noche él, Juan, también va, y que no pelotudée con el perro y atienda, que nada de documentos ni carné de conducir; vestir ropa de calle y nada más. Sin papeles
Juan se cuadra azorado y los demás ríen, apenas, porque Juan es medio zonzo pero buenote. A Juan lo agranda que por fin lo tengan en cuenta y pregunta:
— ¿Y adonde vamos, Sargento?
—A Buenabrigo. Ciento veinte kilómetros
—¡Si no es suerte! Ahí vive mi media hermana; capaz que usted me deja ir a visitarla después de tanto que no la veo y…
—Eso lo hablamos después—corta el Sargento. Juan se queda anhelando la sonrisa limpia de la Eugenia, los pícaros hoyuelos en sus mejillas suaves y morenas.
Se bambolearon por ciento veinte kilómetros bajo la lona verde del camión, pasándose unas botellas de ginebra que alguno había colado en el bolso. Medio borrachos, vieron como salían del pavimento cortito de Buenabrigo y tiraban para el campo por una calle terrosa con tres lamparitas por cuadra.
—Bajando, muchachos… El Cabo repartía las Itakas y las capuchas de lana oscura. Un perro arrancó a ladrar atrás del alambrado y alguien miraba por una ventana, delatado apenas por el foco de la calle. El perro seguía ladrando, así que a Juan le dio por hablarle bajito—Bueno, perro, bueno perrito, bueeéno, bueeéno…
El Sargento se bajó último del camión gritándole a la figura de la ventana.
— ¡A ver, vayan saliendo, y sin hacerse los machos, zurditos de mierda!
El de la ventana no se movía. El Sargento metió la pistola por un rombo del alambrado y le borró la cabeza al perro de un solo tiro.
Juan se fue para atrás, mareado por la ginebra y el estallido seco de la pistola, apretándose para no vomitar delante de los otros.
El de la ventana salió con las manos en la nuca. El Sargento le puso el caño en la cabeza y preguntó — ¿Hay armas adentro?
El tipo dijo que no mientras temblaba llorando.
— ¡Ché, Juan, llevá la linterna y decíles que salgan, que no hay nada que hacer!
Eran cinco.Toda gente joven. Fueron saliendo de las piezas asustados y mudos, y Juan les iba alumbrando la cara y las manos, por si acaso no le volaran la cabeza a él.
La última de la fila era ella. Seguía a los otros como un cachorro extraviado y con miedo.
Al alumbrarle la cara, Juan vio la carnosidad violácea e inmunda que le trepaba por la mejilla izquierda hasta el pómulo: rehuyó la mirada y bajó la linterna. La ginebra le enternecía la compasión.
— ¿Cómo te llamás?
—Teresa.
—Bueno Teresa, seguíme y no hablés nada. Ni hablés.
Juan la llevó de la mano al Sargento.
—Sargento—pidió— a ella no, ella es Teresa, mi media hermana.
— ¿Y bueno, pero que hace acá?
—No, mírela nomás, ella es así, medio tontita— respondió Juan apuntando la linterna a la cara de Teresa, al belfo casi bestial.
El Sargento miró lo suficiente, rascándose el cuello.
—Está bien Juan, llevátela. Sin quilombos ¿me entendés? Sin quilombos. Tomá para el ómnibus— Le dio un billete de cien—Tené cuidado, Juan, si fallás me hacer cagar a mí. Dáme tu arma y váyanse.
Se fueron, Juan y Teresa. A la media cuadra los pasó el camión sacudiendo la lona verde entre barquinazos, yendo para el lado de los campos oscuros. Al rato escucharon a lo lejos los estampidos de las Itacas fusilando.
♦ ♦ ♦
Teresa lo esperó como siempre en la silla azul, con el trapo entre las manos y la mesa para cenar. Esta vez había puesto el vino sobre el mantel, y Juan no tuvo que tirarle la bronca.
Había milanesas con tortilla de papas, y en la tele la final del Mundial 78.
Justo cuando ella levantaba los platos sucios, Argentina le metía el tercero a los holandeses.
Juan sacó otra botella para festejar y Teresa volvió a la silla azul.
A Juan le ardía en la mejilla la muda mirada de ella agradeciéndole demasiado, mendigando una caricia como perro sumiso que mueve la cola tras un alambrado. Hasta que él, mareado en la borrachera cálida y mansa del vino, se volvió hacia ese manchón violáceo que trepaba desde sus labios, hacia sus ojos que seguían esperando.
Extendió la mano y acarició el pelo de Teresa, estrujando sus lágrimas y su vergüenza de hombre.
Se alargó, torpe sobre el mantel, hasta rozar en los labios de ella mucho más que el mendrugo de una mirada o de una frase.
Hasta sentir que compartía con ella la tristeza, los pistoletazos del miedo, las muertes como de perro manso tras un alambrado. Mientras que lloraba sus vergüenzas.


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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com