Celia (revisado y corregido)
CELIA
El teléfono móvil sonó, un chillido en la tarde, lastimando el oído del viejo que, aunque jubilado, seguía trabajando de ayudante en ese taller de máquinas. Detestaba estos modernos aparatos cuya publicidad presume de un adelanto tecnológico nunca antes visto. El molesto celular no se callaba, Esteban Zamora lo alzó con fastidio y lo acercó a su oreja. —¿Sí, buenoooo…? —Abuelo, soy Fermín. ¿Cómo está usted? —¿Fermín, el hijo de Celia? —refunfuño Esteban. —Sí, abuelo. —¿Qué se te ofrece, Fermín? Estoy por salir. —Mi mamá se puso mala y la internaron, me dijo mi tía Susana que le avisara. —¡Ah, ya! ¿Y dices que Celia, tu madre, está enferma? —Hace unos días le dieron unos desmayos y mi tía la llevó al hospital general de zona. Dicen los doctores que está grave. —¿Pues qué tiene? —No lo sé, abuelo, yo igual he estado trabajando... Entonces ¿qué le digo a mi tía? Un silencio se coló entre ambos, un recuerdo se abrió y se anidó en la cabeza del viejo. Celia, la hija de don Esteban, la mayor de sus ocho hijos, repartidos en las tres mujeres que tuvo. La primogénita, hija de su primer amor, ese que a los 17 años despuntaba en el horizonte de Metepec, su tierra oriunda. Un suspiro largo salió del pecho del hombre. —Voy para allá… dile eso a tu tía. Gracias, Fermín. —De nada, abuelo. ¿Sabrá llegar, verdad? ¿O vamos por usted a la estación? Demasiados años ausente, sin duda todo estaría diferente a lo poco que recordaba. Pero no lo perturbó: —Claro que sí, allá nos vemos. —Y apago la llamada.
Julia, Petronila, Hortensia... ¿cómo se llamaba la madre de Celia? Se acordaba de Celia, de ella sí, a diferencia de sus muchos hijos; con ella compartió muchos momentos felices, desde recién nacida hasta los seis años, antes que la juventud alborotara sus caminos, jalándolo por otras rutas, otras veredas, donde la imagen de su hija era un bonito recuerdo que Esteban no dejó morir, por la simple razón de que esos seis años fueron los mejores de su vida. Como pudo, terminó el día. En el trayecto del trabajo a su casa revivió las muchas horas que, sentado en los pastizales, veía crecer a la hija, semejante al capullo de una florecita silvestre, sus cabellos agitados por el viento del campo, persiguiendo mariposas, chapulines, arañas y todo insecto que tuviera la fortuna de cruzarse en su camino. De chiquita no le entendía nada, porque nada hablaba, una becerrita que solo se prendía de la madre, cobijada por los brazos de su padre. Cuando apenas aprendió a decir sus primeras palabras, era una periquita que divertía a papá Consientes mucho a esa niña, le decía la gente, sus familiares, que a estas alturas eran solo sombras que no le interesaba distinguir, solo la niña del centro, imagen nítida y real, su hija.
—Ya te dije, mujer, me hablaron del pueblo, tengo que ir. Regreso mañana mismo. —Pero ¿quién te hablo? ¿Quién te llamo? Tú no estás para esos viajes, Esteban. —Lo sé, Laura, pero ¿qué quieres? Me hablaron, tengo que ir… Te llamo al llegar. — ¿Es acaso algo sobre tu hija Celia? Un gesto por demás elocuente dio por terminada la corta conversación. El autobús salió de la ciudad, perversa trampa que los humanos inventaron para, según ellos, ser felices. Ya en la autopista y devorando kilómetros, corrió a sus anchas, serpenteando esos caminos verdes que en su momento fueron de la naturaleza libre. Todo era extraño. Desde que salió a los 24 años de Metepec, nunca regresó, ni volvió a ver a su hija en persona. Todo por medio de cartas y llamadas telefónicas. —Me tengo que ir, mi cielo… — ¿Por qué, papá, ya no me quieres? —Con toda el alma, mi amor, pero tengo que irme, por el bien de tu madre y el tuyo. Te llevaría, pero no tengo ni adonde. Te quiero mucho, hija. —Llévame, papá…
Al final, la madre de Celia, joven e inexperta, emprendió una graciosa huida en busca de la aventura de un nuevo amor. Los abuelos de Celia, poderosos en su pequeño feudo, no consintieron que la nieta saliera de sus terrenos. Años después retornó la madre fugitiva, con otros hijos, todos luciendo apellido extraño. Pero no Celia, ella llevaría el de Morales para siempre. Su amada hija Celia Morales, en sus venas correría su sangre y en su firma, su apellido. Con eso le bastaba. El autobús hace un último esfuerzo, tuerce a un lado, por fin llega a la vieja terminal de Metepec. Un café con pan duro es la cena con la que su pueblo recibe al extraño que igual salió por aquí. La verdad que a sus 65 años goza de buena salud, fuerte, trabajador. Cuando llegó a la Ciudad de México no tuvo empacho en trabajar en lo que le ofrecieran, cargador, albañil, lavador de autos, vendedor de chucherías, en todo lo que le reportará un peso para sus gastos. Pronto se adaptó a la jungla de concreto y chapopote. En poco ya tenía mujer, de nuevo hijos. De allí a otra mujer y otros hijos, como pudo les dio techo, comida y vestido. Y a ninguno negó la oportunidad de escuela y estudio. Todo ello como una vorágine. No hubo tiempo de dar a cada uno lo que era más importante: afecto y atenciones. Llegaba tan molido del trabajo que solo quería un poco de descanso. Así crecieron con una buena educación, pero con muy poco cariño. Todos menos una, Celia, su hija, con la que disfruto ser padre y no solo un buen proveedor.
Cosas que nunca se detuvo a pensar, todo en su vida era inercia, respirar, vivir o morir, todo era inercia. El sol en el día, la luna en la noche, la gente, sus mujeres, sus hijos, todo en un todo que simplemente no tenía para qué buscarle más aristas, simples conjeturas que alejaba en la noche con cerrar los ojos y en las mañanas con abrirlos. La correspondencia que esperaba con mucha devoción era la de su hija, en cada carta lo ponía al tanto de su crecimiento, de sus sueños, de sus fantasías. Se enteró de alegrías, tristezas y de las tragedias, que nunca faltan. Y el orgullo por los triunfos que obtenía la hija ausente. También se fue dando cuenta de cómo la promesa de traerla a vivir acá, a la ciudad, se iba diluyendo como los colores de los dibujos que ella le mandaba. Llegó el momento en el cual por medio de una carta, le decía que al cabo de ocho días, en uno de los tantos domingos del calendario, se casaba. Y, al cerrar los ojos, sin duda sería entregada por su padre, el señor Esteban Morales.
De nuevo el pequeño teléfono, lo saca de sus pensamientos. "Sí, ya llegué, se me paso hablarte, mujer. Sí, sí, estoy bien, ahorita agarro un taxi que me lleve al hospital… No te dije del hospital porque no creí necesario… No creo que me quede en el rancho, yo te aviso después... Sí, sí, nos vemos, lo más seguro mañana". Realmente algo grave le pasaba a su hija, pues nunca habría permitido comunicarse con él a través de su teléfono con otra persona, pero, entonces ¿por qué no le habló de sus dolencias? La oscuridad de una noche apacible lo sorprendió repasando esto y aquello, mientras el chofer manejaba en silencio rumbo al nosocomio. Se acercó a donde muchísima gente hacía guardia, cada quien con su propio agobio. Una mesita blanca en un extremo del lugar, encima un teléfono, varios tarjeteros, atrás un sujeto sentado en una desgastada silla giratoria recibía papeles y con el índice señalaba las posibles direcciones adonde acudir. “Buenas noches, señor, soy Esteban Morales, ¿me podría informar sobre la señora Celia Morales?”. Lo dijo con marcada presunción, deseando convencer al interlocutor de que era el padre de la mujer recluida en alguna de las salas del hospital. Que cualquier noticia, buena o mala, tenía que hacérsela saber a él, como legítimo padre de la señora Celia Morales.
El personaje detrás del escritorio ni se inmutó, masculló el nombre recibido y, sin alzar la vista, consultó una libreta grande, con las debidas relaciones bien escritas. Era su trabajo. —Señora Morales Celia... Murió a las 6: 45 de la tarde de hoy. Vaya derecho al elevador y en el área del sótano pregunte en qué sala se halla su cuerpo.
Algo dentro de Esteban se facturó, como el sol al ocultarse en el horizonte anunciando el fin del día. Sus pies lo fueron arrastrando hacia el lugar donde lo mandaron, hileras de sillas metálicas llenaban ese salón, en el centro distinguió a la media hermana de Celia, a su nieto Fermín, a otros hijos de su hija que no recordaba bien. Lloraban envueltos en la cobija de la tristeza, la muerte sorprende, sin dar mucho tiempo a que la gente halle algún consuelo. Esteban no se fue al día siguiente, sino al tercero. De regreso en el mismo autobús que lo llevó, no regresaba solo. En el asiento vecino, un bello frasco labrado con la imagen del célebre árbol de la vida contenía las cenizas de su hija. Cumplía así su última voluntad de estar cerca de su padre.
Fin
Julio 17 2019
Celia
El teléfono móvil sonó , un chillido en la tarde, lastimando el oído del viejo jubilado, que a pesar de eso, seguía trabajando de ayudante en este taller de máquinas. Detestaba estos modernos aparatos, que según la publicidad presumen de un adelanto tecnológico nunca antes visto. Con todo y eso, el molesto celular no se callaba, Esteban Zamora, lo alzó con fastidio, y lo acercó a su oreja.
— ¡Si bueno, buenoooo…! — ¿Abuelo, soy Fermín, como esta ud? — ¿Fermín el hijo de Celia?—refunfuño Esteban. —Si abuelo— afirmó la otra voz.
— ¿Que de te ofrece Fermín? Estoy por salir. —Mi mamá se puso mala y la internaron, me dijo mi tía Susana, que le avisara abuelo. — ¡Ah ya! ¿Dices que Celia, tu madre está enferma? —Si hace unos días le dio unos desmayos y mi tía se la llevó al hospital general de zona. Dicen los doctores que esta grave. — ¿Pues qué le paso a Celia? —No lo sé abuelo, yo igual eh estado trabajando. ¿Abuelo, entonces que le digo a mi tía? Un silencio se coló entre ambos, un recuerdo se abrió y se anidó en la cabeza del viejo: Celia, la hija de don Esteban, la mayor de sus ocho hijos, departidos en sus tres mujeres que tuvo. La primogénita, hija de su primer amor, esos que a los 17 años despuntaba en el horizonte de Metepec, su tierra oriunda, un suspiro largo sale del pecho del hombre.
—Voy para allá… dile eso a tu tía. Gracias Fermín. — ¿De nada abuelo, si sabe llegar verdad? ¿O vamos por ud a la estación? Demasiados años ausentes, sin duda todo estaría diferente a lo poco que recordaba. Pero no lo perturbó: —Claro que si allá nos vemos Fermín, y apago la llamada.
¿Julia, Petronila, Hortensia, como se llamaba la madre de Celia? Se acordaba de Celia, de ella sí, a diferencia de sus muchos hijos; con ella compartió muchos momentos felices, desde recién nacida hasta los seis años, antes que la juventud alborotada sus caminos, jalándolo por otras rutas, otras veredas. Donde la imagen de su hija era un bonito recuerdo, que Esteban no dejo morir, por la simple razón que esos seis años, serían los mejores de su vida. Como pudo terminó el día, en el trayecto del trabajo a la casa, revivió las muchas horas que sentado en los pastizales; veía crecer a la hija, semejante al capullo de una florecita silvestre, sus cabellos agitados por el viento del campo, persiguiendo mariposas, chapulines, arañas y todo insecto que tuviera la fortuna de cruzarse en su camino.
De chiquita no le entendía nada, porque nada hablaba, una becerrita que solo se prendía de la madre, cobijado por los brazos de su padre. Cuando apenas aprendió a decir sus primeras palabras era una periquita que divertía a papá Consientes mucho a esa niña, le decía la gente, sus familiares que a estas alturas era solo sombras de las cuales no le interesaba distinguir, solo la niña del centro, imagen nítida y real, su hija.
—Ya te dije mujer, me hablaron del pueblo, tengo que ir. Regreso mañana mismo. — ¿Pero quién te hablo? ¿Quién te llamo? Tu no estas para esos viajes Esteban. —Lo se Laura, pero que quieres, me hablaron, tengo que ir… te llamo al llegar. — ¿Es acaso algo sobre tu hija Celia? Un gesto por más elocuente, dio por terminada la corta conversación.
En la terminal de autobuses. —Llegando te marco, me voy. Cuídate. — y se marchó. El autobús, una vez que salió de la ciudad, perversa trampa que los humanos, inventaron para según ellos, ser felices. Ya en la autopista y devorando kilómetros, corre a sus anchas, serpenteando esos caminos verdes, que en su momento fueron de la naturaleza libre. Era muy extraño, desde que salió a los 24 años de Metepec, nunca regresó, ni volvió a ver a su hija en persona. Todo por medio de cartas y llamadas telefónicas.
—Me tengo que ir mi cielo… — ¿Por qué papá, ya no me quieres? —Con toda el alma mi amor, pero tengo que irme, por el bien de tu madre y el tuyo. Te llevaría pero no tengo ni a dónde ir. Te quiero mucho hija. —Llévame papá…
Al final la madre de Celia, chica e inexperta emprendió la graciosa huida, en busca de la aventura en un nuevo amor. Los abuelos de Celia, poderosos en el pequeño feudo, no consintieran que la nieta saliera de sus terrenos. Años después retornó la madre fugitiva, con otros hijos, todos luciendo apellido extraño. Nunca Celia, ella llevaría el Morales para siempre. Su amada hija Celia Morales, en sus venas correría su sangre y en su firma su nombre. Con eso le bastaba.
El autobús hace un último esfuerzo, tuerce a un lado, por fin llega a la vieja terminal de Metepec. Un café de olla y un pan duro es la cena, con la que su pueblo recibe al extraño que igual salió por aquí. La verdad a sus 65 años gozaba de buena salud, fuerte, trabajador. Cuando llegó a la Ciudad de México, no tuvo empacho en trabajar en lo que le ofrecieran, cargador, albañil, lavador de autos, vendedor de chucherías, en todo que le reportará un peso, para sus gastos. Pronto se adaptó a la jungla de concreto y chapopote. En poco ya tenía mujer, de nuevo hijos. De allí a otra mujer y otros hijos, como pudo les dio, techo, comida y vestido. Y a ningún negó la oportunidad de escuela y estudio. Todo ello como una vorágine. No hubo tiempo de darles a cada uno, lo que a lo mejor era más importante, afecto y atenciones. Llegaba tan molido del trabajo, que solo quería un poco de descanso. Así crecieron con una buena educación, pero con muy poco cariño. Todos menos una Celia, su hija, con la que disfruto ser padre y no solo un buen proveedor.
Cosas que nunca se detuvo a pensar, todo en su vida era inercia, respirar, vivir o morir todo era inercia. El sol en el día, la luna en la noche, la gente, sus mujeres, sus hijos todo en un todo, que simplemente no tenía para que buscarle más aristas, simples conjeturas que alejaba en la noche con cerrar los ojos y en las mañanas con abrirlos. La correspondencia que esperaba con mucha devoción era la de su hija, en cada lectura le ponía al tanto de su crecimiento, de sus sueños, de sus fantasías. Se enteró de alegrías, tristezas, y las tragedias, que nunca faltan. El orgullo por los triunfos, que obtenía la hija ausente.
Y también se fue dando cuenta, como la promesa de traerla a vivir acá, a la ciudad; se iba diluyendo como los colores de los dibujos que le mandaba. Llegó el momento en el cual por medio de una carta, le decía que dentro de ocho días, en uno de los tantos domingos que hay en el calendario, se casaba. Y al cerrar los ojos, sin duda sería entregada por su padre, el sr Esteban Morales. De nueva cuenta el ruidoso celular lo saca de sus pensamientos. —Sí, ya llegué, se me paso hablarte mujer, Si, si estoy bien, ahorita agarro un taxi, que me lleve al hospital… No te dije, del hospital por que no creí necesario… No creo ir al rancho, yo te aviso después, si, si nos vemos.
Realmente algo grave le pasaba a su hija, pues nunca de los nunca hubiera permitido comunicarse a su número de telefónico, a otra persona, pero entonces, porque no le dijo de sus dolencias. La oscuridad de una noche apacible, le sorprendió, repasando en esto y aquello. Mientras que el chofer manejaba en silencio rumbo al nosocomio.
Se acercó a donde muchísima gente hacía guardia, cada quien con su propio agobio. Una mesita blanca en un extremo del lugar, encima un teléfono, varios tarjeteros, atrás un sujeto sentado en una desgastada silla giratoria. recibía papeles y con el índice señalaba las posibles direcciones a dónde acudir. “Buenas noches señor, me llamo Esteban Morales, me podría informar sobre la señora Celia Morales”, lo dijo con marcada presunción, deseando convencer al interlocutor, que era el padre de la mujer recluida en algunas de las salas del hospital. Que cualquier noticia, buena o mala, tenía que hacérsela saber a él, como legítimo padre de la señora Celia Morales.
El personaje detrás del escritorio, ni se inmutó, mascullo el nombre recibido, sin alzar la vista consultó una libreta grande, con las debidas relaciones bien escritas. Su trabajo. —Señora Morales Celia, murió a las 6: 45 de la tarde de hoy. Vaya derecho al elevador y en área de sótano pregunte en que sala se halla su cuerpo.
Algo dentro de Esteban se facturó, como el sol al ocultarse en el horizonte, anunciando que este día acabó. Sus pies lo fueron arrastrando hacia el lugar que lo mandaron, hileras de sillas metálicas llenaban ese salón, al centro distinguió a la media hermana de Celia, a su nieto Fermín, a otros hijos de su hija, que no recordaba bien. Lloraban envueltos en la cobija de la tristeza, la muerte sorprende, sin dar mucho tiempo a que la gente al menos halle algún consuelo.
Esteban no se fue al otro día, si no al tercero. Ya de regreso en el mismo autobús que lo trajo; no venía solo, en el otro asiento, en un bello frasco labrado con la imagen del célebre árbol de la vida. Contenía las cenizas de su hija, cumpliendo así, su última voluntad, estar cerca de su padre.
fin
Julio 17 2019
Mario archundia
Última edición por pesado67 el 16 Ago 2019 19:10, editado 1 vez en total
|