Esta historia ya es conocida para vosotros, pero me apetecía tenerla aquí.
Según me contó la
Niña, una desconocida le cortó el paso en la calle, y apuntándola con un índice largo y huesudo, le espetó que era una puta. Me contó que fueron sólo tres palabras:"eres-una-puta", pero escupidas más que pronunciadas con tal carga de ira, que restallaron como balas. Parece que luego esa mujer dio media vuelta y se fue tan rápidamente como llegó. Cuando pedí a la muchacha que me la describiera, yo tenía la boca seca como el esparto. Tras escucharla no pude menos que confesar:
—Es Pura, no cabe duda. Es Pura.
Al darme cuenta de que la
Niña no entendía nada, creí necesario ofrecerle una explicación:
—Pura es mi esposa.
La
Niña se rió mientras me quitaba los pantalones y con carita de gata en celo me recordó que yo le había jurado que era un hombre viudo.
—Es que lo soy, por eso me preocupa que Pura ande por ahí.
Tenía que pasar. Y estaba seguro de que Pura me esperaría en casa inquieta, fisgando armarios, resoplando y meneando con insistencia la cabeza sin encontrar nada a su gusto. Me juró que estaría siempre conmigo y yo no debería haber tomado a la ligera su promesa sabiendo de sobra como es y sabiendo que, a estas alturas, ya está más que enterada de cómo fue el asunto de su muerte. Nunca pude sacarme de la cabeza la expresión con la que murió, como si con los últimos estertores hubiera comprendido algo importante. Después acumulé otros errores imperdonables como salir a bailar el mismo día que pagué su entierro o regalar a otra mujer la estola de visón con la que quería que la amortajaran. No sé cómo pude ser tan necio, yo, que he pasado la vida entre la precisión de la química y las fórmulas magistrales. La ofendí con mi actitud y me avergüenzo. A estas alturas estoy convencido de que me precipité. Antes de matar a mi mujer debería haber intentado que habláramos como personas civilizadas. Y tal vez insistiendo, encariñándola, hubiera conseguido que ella comprendiera y aceptara de buen grado que yo tuviera una querida. En mi descargo está el que la conozco muy bien y aún cuando consintiera en ello, —¡me quería tanto!—, tarde o temprano ella me afearía la conducta y yo acabaría sintiéndome fatal, no en vano fue siempre la mía una mujer muy diestra en esa clase de artificios.
No sé cómo tomará la
Niña la noticia, pero no podía ocultárselo. Estoy loco por ella, para qué negarlo. Incluso se me pasa por la cabeza el casarme con ella, pero con Pura en casa... Ahora que, ¡¡menuda puta está hecha la chiquilla!! Mi mujer tiene en lo que le dijo más razón que una santa.
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Cuando aquella tarde llegué a nuestro hogar, ella me recibió como yo esperaba: por las malas. Durante un rato interminable volaron las cortinas de las estancias, se desencajaron las fotografías familiares de sus molduras antiguas y tuve que refugiarme detrás del gran sofá de terciopelo porque la muerte no había hecho sino afinarle la puntería. Yo sólo atinaba a suplicar que me escuchara, y desde mi escondite, le fui contando todo cuanto llevaba rumiando desde hace unos meses. Y así, hasta que cesó el movimiento incontrolado de los amados objetos que fueron nuestros. Sólo cuando me lo pidió tuve coraje para ponerme frente a ella. La encontré desmejorada, cansada, triste, pero la muerte no le había mermado la elegancia que siempre la había hecho destacar por encima de las mujeres que conocí. No acerté a tomar su mano, pero aceptó mi gesto y nos sentamos a hablar como nunca habíamos hecho en los años de nuestro matrimonio.
Conozco bien a mi esposa y sé que no está en su naturaleza el olvidar las cosas que han pasado. Ella lo rumia todo y nada ha cambiado en eso, pero accedió a quedarse en casa, a darme otra oportunidad y a concederse a sí misma el tiempo que necesitaba para que todo fuera como antes. A cambio sólo me pidió una cosa y fue tajante: que yo hiciera desaparecer de mi vida a esa mala mujer que, —a estas alturas ya debería haberme dado cuenta— no buscaba más que nuestro dinero. Una mujer, que gracias a Pura comprendí, se apropió de mi honradez con artes que no soy capaz de recordar sin enrojecer y que había sido la única culpable de mi mala hora.
Desde que mi esposa ha vuelto, todo tiene un aspecto diferente. Ella ha recobrado el color, la forma, el aliento. Camina a mi lado por la calle y toma mi mano por las noches. El tiempo nos está ayudando a recobrar la complicidad, la felicidad de los dos viejos amantes que hemos sido. Paseamos por los parques y tomamos café en las soleadas terrazas de la plaza. Ahora estamos empeñados en devolver mi colesterol a niveles tolerables y mejorar su destartalada tensión arterial. Cuando logremos rescatar la salud del abandono pensamos hacer un crucero. Hoy es un día un poco especial. Vamos a un funeral. Una vieja conocida de ambos ha fallecido.