No lloraré por ti, papá. Y no lo haré, pues me enseñaste a ser fuerte a pesar de las adversidades. Porque me inculcaste desde niño que los hombres no deben hacerlo, y menos en público, aunque el dolor más grande nos atormente el cuerpo o la traición más infame el alma. Y, sobre todo, no lloraré porque a partir de hoy, con sólo quince años, soy el hombre de la casa y debo mostrar coraje, ser ejemplo para mis tres hermanos menores que desde la tragedia no han cesado de sufrir. Tu vida ha acabado, papá, pero no las enseñanzas; ahora debo mostrarles a diario a mis hermanitos las reglas de oro que nos diseñaste para triunfar: "El estudio es la base del éxito, los celos sólo agobian a los inseguros, el capital más grande es la honradez, el alcohol es mal consejero, ninguna meta es inalcanzable, y a la mujer no se le pega ni con el pétalo de una flor". Pero, papá, ¿sabes cuál es la principal razón por la que no lloraré por ti? Que fallaste en la mitad de las reglas doradas y mamá pagó las consecuencias. Así que ese implacable veredicto del juez, y que el público aplaudió a rabiar, no fue suficiente para conmoverme.