Una ráfaga se cuela bajo la falda. Siente el roce en el tobillo, levanta la vista del libro y busca el accidente distraída. Parpadea ante la luz creciente de la mañana. Es una hoja de olivo. Se despereza. Aspira la palidez aventada de la calle, regusto a plumón de pájaro nuevo. Imagina los campos, el sol que salpica de cuchillos los forrajes agitados por el viento. Huele a roca enjabonada en lavanda, bruñida por la lluvia y tendida a secar. La incomoda un estremecimiento inoportuno de cosas por hacer, pendientes, tareas silenciadas que pugnan por la prioridad aprovechando su confusión, recién arrancada de la lectura. Se aproxima al balcón y le corta la raja de viento con un empujón decidido, casi irritado, a la ventana entreabierta. Se detiene a la espera tras las defensas transparentes. A pesar del sol, una tajada de luna no acaba de descender sobre las terrazas blancas. La observa y, mientras se miran sus espíritus lunares, la mujer toma conciencia de su posición y decide ponerse a pensar. ¿En qué? Se mantiene quieta, intuyendo un desconcierto cercano, con pretensiones de agarrarlo con la razón y pedirle explicaciones o acaso rendirle cuentas, depende. La inquietud resuena con breves retortijones, como un bullicio de incógnitas sin resolver, sin respuestas, y busca una reconciliación acechando los gestos de otras personas más allá de los cristales, indagando significados en sus actos mientras respiran el aire limpio. Al amparo del porche, en la casa de enfrente, un gato la observa con indiferencia tendido a los pies del vecino que lee. Ignora las bandadas de grajos que vuelan sobre los tejados. La mirada felina le asciende por la espalda como un lengüetazo. ¡Bastardo!, murmura. Abajo, en el jardín, un hombre arranca hierbas jóvenes bajo los cipreses. Es su marido, un ser en el que confía. La mujer entretiene la mirada en las humedades de sus axilas, frías: la desgana férrea le trae regustos de un odio incomprensible que intenta contener sujetando un mechón rebelde detrás de la oreja, un último esfuerzo, un gesto postrero por concretarse y evitar la dispersión de una inquietud que no deja de serle familiar. Trepan hasta el balcón las voces lejanas de niños ocultos, quizás los suyos. Se le suelta entonces una sonrisa amable y entorna los ojos como si la respuesta revoloteara de repente en el fulgor de sus ojos azules y la tuviera ya en la punta de la lengua, casi pronunciable. Se deja rodar por el camino menos ingrato: es amor, es un cariño grande y extenso que la derrama, como un océano de olas tenaces y corrientes marinas que son caminos de vida. Es su propia existencia que se diluye sobre la vasta superficie rizada destellando en las escamas de peces voladores. ¿Por qué esta inmensidad que la rebosa no apacigua entonces los aullidos temibles del viento? ¿Por qué el vértigo de estos torbellinos? ¿Por qué esta náusea súbita en los sudores de su marido? La sorprende sostenida en sí misma, transparente. Ve cómo la observa desde abajo, su cara perpleja contra el cristal, quizás el cielo reflejado en la humedad de sus ojos. El hombre sonríe y atraviesa el jardín en dirección a la casa. El gato ovillado ha cerrado los ojos, ignora los remolinos del viento. Un silencio quieto mantiene el tiempo en suspenso, atento, detenido a su alrededor mientras las cosas se deslizan al margen, como si hubiera sido extraída y encapsulada. Contenida y ajena, le sobresaltan las pisadas mullidas y deportivas de su hombre. Siente el decidido abrazo de sus manos en la cintura, aplastándole los glúteos contra su pelvis. El blanco de la dentadura le marca el cuello, no muy fuerte, pero tampoco flojo. El olor verde de la hierba recién arrancada se escapa de entre sus dedos vientre arriba. Tremendo consuelo olvidarse en otro. Perezosa, se deja abrumar por la comodidad de una vida a medias. Irresponsable, se abandona a su abrazo con alivios de niña, con un querer al borde de los labios: hazme ahora, créame. Pero la mujer se intuye, a pesar de no saberse consciente y concreta. Se siente, desmenuzada, es cierto, pero se siente, y el sabor conocido de la mezcla de sus salivas entorpece los intentos creativos del hombre, ajeno a esa labor hacedora que ella le confía. La atrae contra su pecho, pero ella aparta los labios, esquiva. La persigue con dulzura y ansiedad. De nuevo escapa. Le busca los ojos por adivinar lo que su boca encierra, y lo confunde su dureza azul, su rechazo inapelable. Descubierta y frágil, se agarra aterrada a su cuello con gestos vacíos, lo retiene obligada y en el desconcierto le susurra a la nuca: tengo tanto por hacer... Esta infame confesión se desliza como un bálsamo por los miembros crispados del hombre ―al menos, no es culpa suya―, cera caliente agradecida, y la abraza. Ella aprovecha la tregua para zafarse y arañar la perplejidad de su odio contra el gotelé de las paredes, evitando herirlo a toda costa. Sin volver la vista sale de la habitación: tengo que pelar las patatas, le dice con un hilo de voz, fino y duro como el alambre.
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