Una luz blanca a la vez que atrayente, me iluminó. Me llamaba. Con paso corto y precavido, ligero y decidido después, me dirigí hacia ella.
Siempre imaginé las puertas del cielo grandes, majestuosas, de madera noble y con grandes aldabas, rodeadas de un indefinido y difuso mar de nubes blancas, esponjosas, y de caramelo.
Sin embargo no hubo puertas, ni aldabas, ni siquiera nubes de caramelo, pero sí un ángel con barba a medio crecer detrás de una mesa, donde un ordenador ocupaba todo su espacio. Las paredes, casi inexistentes y a la vez presenciales, difuminaban un azul que cambiaba en todos sus tonos. El suelo firme bajo mis pies, el techo descubierto como en un día claro de verano.
Su cara de asombro me llamó la atención. Le dio un golpecito a la pantalla, suave, como sólo lo puede dar un ser alado, y sin cambiar su expresión me dijo: “Usted no debería estar aquí”.
Su voz era dulce, sensual y casi cantarina.
—¿No me diga que debo ir…? —Apunté, con miedo, hacia abajo.
—No sé, voy a averiguarlo.
.—¿Entonces…?
—Espere allí.
Me volví en la dirección indicada y la vi. No la puerta del cielo, claro está, pero sí otra algo más pequeña. Se abría lentamente, resistiéndose a mostrar el otro lado. La crucé.
Encontré un callejón digno de los años cuarenta. Imaginé que en cualquier momento aparecería un gángster de aquellos de traje ajustado, sombrero con cinta ancha y zapatos de charol. ¡Pero estaba en el cielo!, o al menos no en el infierno, y un personaje así no pegaba nada allí.
Del fondo salía una música conocida. ¡Qué ritmo, era buenísimo! Aceleré el paso, y comprobé nervioso que tenía ante mí cinco grandes músicos. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, y Glenn Miller con su trombón.
Mis pies se dejaron llevar por los compases del Swing, Jazz y Blues. Sentí las vibraciones de cada instrumento invadiendo mi cuerpo. Pensé que faltaba un piano, y entonces lo vi.
Duke Ellington con su esmoquin negro sentado al piano tocando las notas del tema: “Perdido”.
A un gesto de Armstrong se hizo el silencio. Quedé paralizado cuando el gran Louis, con su voz característica, me preguntó.
—¿Tocas algún instrumento?
—El clarinete.
—Benny, préstaselo, vamos a ver de qué es capaz.
De pronto sostuve en mis manos el famoso clarinete de Benny Goodman. Los dedos me temblaron y mi boca se secó. En aquellas condiciones nefastas para tocar, inicié las primeras notas de “Stompin At The Savoy”.
Sentí su acompañamiento ¡Estaba tocando con ellos! ¡Era uno más! Goodman me dio su aprobación con el pulgar. Las notas fluían mágicas, sin pensar. Me encontraba entre los grandes.
En un instante todo desapareció. En mis manos ya no había nada, y decepcionado volví a encontrarme delante del ángel barbudo con voz aterciopelada.
—Efectivamente ha sido un error. Por lo tanto vamos a devolverlo.
Antes de poder pensar, me encontré en algún lugar de urgencias. Una voz femenina estaba llamándome por mi nombre. En la oscuridad de mi ceguera, levanté la mano y le toqué la cara.
—¿No tienes barba?
—¡Qué cosas tiene! —Dijo la enfermera.
Al momento una voz masculina me informó de un robo del que fui víctima, y de cómo unos músicos callejeros me encontraron sangrando.
—¿No se acuerda?
—No.
—Pues es un milagro que esté vivo.
—Si —contesté desilusionado.
—¿Quiere que avisemos a alguien?
¿Alguien? Vivía solo, nadie quiso cargar con un invidente ¿Amigos? Me separé de los que confundían amistad con compasión, y justo ese fatídico día me habían despedido del trabajo. Por lo que la soledad era mi amiga y compañera ¿Y por qué avisarla si ya estaba a mi lado?
Cuando ya recuperado salí del hospital, recorrí las calles con mi inseparable bastón, triste y echando de menos aquel callejón.
En mi recorrido no presté atención ni a señales, ni a tráfico hasta que al pasar por un callejón escuché música, y era Jazz, Swing, ritmos trepidantes y magistralmente interpretados. Un hombre con la barba a medio crecer se me acercó, y con voz femenina, me dijo:
—Bienvenido.
Y los pude ver de nuevo. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, Glenn Miller con su trombón y el gran Duke Ellington al piano.
Mientras, en la calle, mi cuerpo yacía bajo las ruedas de un autobús.